Y ahora, ¿qué?

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30 años del golpe de estado de Pinochet en Chile : lecciones de una tragedia
Octubre 2003

En efecto, la traición puso punto final a todo.

Pero, ¿quién se acuerda hoy de esta verdad?. ¿Quién la ha dicho, quién la ha proclamado a los pobres, a los trabajadores que manifiestan en estos momentos contra el régimen de Pinochet sacrificando a veces su vida?

Un mes, un año, doce años después, los dirigentes de la izquierda que se sitúan hoy, de nuevo, a la cabeza de las manifestaciones populares, no han sabido mostrar a las masas más que las santas imágenes del calvario y la pasión de Allende, vendido por Judas-Pinochet. Han convertido incluso el retrato gigante de Allende en el icono de la democracia chilena y han hecho desfilar detrás suyo a los proletarios, ¡cómo si éstos tuvieran necesidad de iconos y no de verdades para ponerse de nuevo en pie, reagruparse y recuperar verdaderamente sus fuerzas!

Marx ya ridiculizó en su día (cuando Napoleón III dio su golpe de Estado de 1851, después del aplastamiento de los obreros parisinos en la revolución de 1848) al demócrata burgués que "sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como inocente entró en ella".

Y todo parece indicar que, tras su terrible derrota sin lucha de septiembre de 1973, los "partenaires" de la Unidad Popular no fueron la excepción de la regla.

Así es como se dulcifica la historia y se engaña a un pueblo. Así es como se las apañan para hacerle repetir siempre las mismas tragedias. Así es como los dirigentes de la llamada Unidad Popular convirtieron esta unidad en un compló silencioso contra las masas.

La historia de la infidelidad de Pinochet es archiconocida. Según dicen, Allende creyó hasta el fin poder contar con un sector del Estado Mayor y, principalmente, con el nuevo Comandante en Jefe que acababa de nombrar en general Augusto Pinochet. Le parecía que un general tan dócil, tan obsequioso, tan cumplidor y diligente no debía inspirar desconfianza.

El día siguiente del golpe, Pinochet se jactaba ante un grupo de oficiales de su habilidad frente Allende, exclamando: "¡Y decir que este idiota confió en mí hasta el final!".

Pero, ahí, si la frase grosera juzga a alguien, es al propio Allende. Pues, hasta el fin, Allende confió en el ejército: mejor dicho, le confió la suerte del pueblo. Y no lo hizo ni por estupidez, ni por credulidad, ni por ceguera, ni por magnanimidad. Allende sabía lo que hacía. Ya que, como todo el mundo, él también veía venir el golpe de Estado desde mucho antes.

Pero, del principio hasta el fin, Allende se negó sistemáticamente a apoyarse en la movilización popular para destruir el ejército. Sintiéndose enteramente responsable respecto a los intereses generales de la clase dominante, cuya última salvaguardia y garantía es el ejército, Allende prefirió un baño de sangre antes que tocar a este último. Y esta elección la hizo a conciencia y sabiendo lo que podía ocurrir. Desde 1971, decía:

"Si algunos creen que en Chile un golpe de Estado se reduciría, como en otros países latinoamericanos, a un simple cambio de la guardia en La Moneda, se equivocan enormemente. Aquí, si el ejército sale de la legalidad, es la guerra civil. Es Indonesia. ¿Creéis que los obreros se dejaran arrebatar sus industrias, y los campesinos sus tierras?. Habrá cien mil muertos, habrá un baño de sangre".

La opción de Allende fue, pues, una opción de clase.

En el curso de su mandato, tras cada radicalización de la clase obrera, Allende formó gobiernos con participación de militares. Cuanto más los trabajadores levantaban cabeza, aunque sólo fuera manifestando por Allende, más éste debía hacer contrapeso, lisonjear, consentir, ofrecer garantías y tender la mano al ejército; en realidad, pedirle ayuda.

Cada vez y desde hace muchos años, estos supuestos demócratas que llegan al poder con el consentimiento y el apoyo de las masas, se empeñan en defender el orden burgués contra la revolución en marcha o simplemente en potencia, recurriendo al aparato policiaco-militar. Y cuando no son ellos mismos los que hacen imperar el terror blanco, es la dictadura militar o fascista la que se encarga de hacerlo, aunque tengan que ser ellos las primeras víctimas.

Recíprocamente, no se puede llevar adelante una lucha contra la reacción militar, contra el fascismo, sin barrer estos pretendidos gobiernos del pueblo contra el pueblo, y hacerlo con los métodos de la revolución proletaria.

La felonía de los militares ha sido la pobre excusa invocada por Allende, El Partido Comunista, por su parte, se dedicó a acusar con mayor ahínco todavía a la CIA, el enemigo exterior en cierto modo.

Evidentemente, todo el mundo sabe que la CIA y otros servicios secretos imperialistas se hallan detrás de todos los golpes sucios y traicioneros que se producen en un lugar u otro del planeta. ¿Cuál es el golpe de Estado de extrema derecha que no ha sido apoyado por los servicios secretos norteamericanos, franceses o ingleses, cuando no por los tres a la vez?.

Está claro que la reacción interior, apoyada por la reacción exterior, siempre intervendrá desde el momento en que se sentirá con fuerzas para hacerlo, desde el momento en que la situación se prestará a ello, desde el momento en que tendrá probabilidades de vencer. Pero todo esto equivale a decir que los enemigos son los enemigos. Que son invencibles. Y que, considerándolo todo, la victoria del proletariado sigue siendo imposible.

Pobres excusas. Ningún jefe militar de un ejército burgués sería perdonado por su Estado Mayor, si invocara como justificación por el aplastamiento de su ejército, la felonía, la traición o la fuerza del ejército enemigo.

Los proletarios son los únicos que aceptan tales pretextos de parte de quienes hablan en su nombre.

Desde hace 150 años, los "demócratas" que conducen a los proletarios desarmados de derrota en matanza, invocan cada vez tan vergonzosas excusas. Blanqui, que fue en su tiempo un auténtico jefe revolucionario proletario, les respondió como se merecían. A pesar del tiempo transcurrido, su respuesta, su ira, siguen siendo tan saludables como lo fueron entonces. He ahí algunos párrafos de lo que dijo:

"La reacción no ha hecho más que su oficio degollado ala democracia. El crimen lo han cometido los traidores que el confiado pueblo había aceptado como guías y lo han entregado a la reacción (...) ¡Ay de vosotros si, el día del próximo triunfo popular, la indulgencia olvidadiza de las masas dejada volver al poder a uno de estos hombres que no han cumplido sus compromisos!. Por segunda vez, la revolución estaría perdida (...) Discursos, sermones, programas, no serían más que artimañas y mentiras; volverían los mismos malabaristas para realizar idénticos escamoteos; formarían el primer eslabón de una nueva cadena de furiosas reacciones (...) ¡Vergüenza y piedad para la masa imbécil que caería de nuevo en sus redes! (...) Es preciso precaverse contra los nuevos traidores.

Traidores serían los gobernantes que, alzados por el poder popular, no decretarían inmediatamente: 1) el desarme general de los guardias burgueses, 22) el armamento y la organización en milicia nacional de todos los obreros.

Sin duda, hay muchas otras medidas que son indispensables; pero éstas surgirán naturalmente de este primer acto que es la garantía previa, la única señal de seguridad para el pueblo.

(...) Las armas y la organización, ¡he ahí el elemento decisivo del progreso, el medio decisivo para terminar con la pobreza!. Quien tiene hierro, tiene pan. Se hacen reverencias ante las bayonetas, se barre a las muchedumbres desarmadas".

Podemos y debemos recordar estas palabras de Blanqui. El programa que traza

para las clases trabajadoras habría sido válido para el Chile de Allende, y sigue siendo válido para el Chile de hoy.

"El primer acto", "la garantía previa", "la única señal de seguridad" para las masas populares chilenas que quieren emanciparse, deberá consistir en arrancar los hombres de la tropa de la influencia de los oficiales y ponerlos bajo el control directo de la población y de las organizaciones que ésta se haya dado; en destruir el ejército de arriba a abajo; es decir, impedir que los soldados queden acuartelados, apartados de la población y fuera del control de ésta y enteramente sometidos al cuerpo de oficiales de carrera; es decir, imponer un ejército de los trabajadores que haga la instrucción militar en sus barrios, en sus lugares de trabajo, bajo la dirección de jefes elegidos y sin jerarquías ni grados todopoderosos, un ejército puesto bajo el control de la población trabajadora.

El primer acto de salvación pública de la clase obrera chilena, el día en que se movilizará de nuevo contra sus explotadores, deberá consistir en destruir este ejército, no en depurarlo eligiendo entre buenos y malos oficiales, no buscando componendas con los que se presenten como leales, demócratas, constitucionalistas, antifascistas, quién sabe qué todavía; pero que, en el fondo, siempre serán solidarios los unos de los otros. No; se deberá destruir, romper definitivamente el poder de los oficiales.

Esta lección, en Chile, la dictadura la ha inscrito con letras de sangre en la carne de los pobres. Y sea cual sea la evolución del régimen de Pinochet, sea cual sea el régimen que le suceda, las masas populares no tendrán nunca ninguna garantía de seguridad mientras el ejército se mantenga sometido al cuerpo de oficiales de carrera y al Estado Mayor que hoy ejercen el poder valiéndose de una represión abierta, feroz y sangrienta y que, en un régimen democrático, se mantendrán como una amenaza permanente contra las clases populares, amenaza que los politicastros de derecha o de izquierda no dudan nunca en utilizar para recordar al pueblo que debe mantenerse tranquilo.

Esta es, en definitiva, la lección del Chile de los años 1970-1973. Y hoy como ayer, todos los que no inscriben en su programa el desarme del ejército y de la policía para que no puedan hacer más daño, todos los que no proponen abiertamente ese objetivo a la clase obrera, todos los que no le dicen desde ahora y claramente que a partir del momento en que la relación de fuerzas pondrá de nuevo en marcha la sublevación militar, ésta será la primera tarea de los trabajadores; todos estos no defienden a los trabajadores, sino que preparan nuevas desilusiones o nuevas matanzas.

Y los trabajadores deben desconfiar de ellos, por revolucionarias que sean sus frases o quizá más todavía cuando más revolucionarias sean.

Y esta lección trágica de Chile es también válida para muchos otros países, incluso para nosotros, aquí, en Europa.