Argentina: una explosión social, nacida de la recesión

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Febrero 2002

Años de recesión han desembocado finalmente en una violenta explosión social en Argentina.

El nuevo plan de austeridad anunciado el 13 de diciembre por el presidente radical Fernando de la Rua, ha colmado el vaso. Espera dar un sablazo de un 20% de aumento en los presupuestos públicos, pero ha desencadenado una oleada de manifestaciones por todo el país. El 19 de diciembre proclamaba el Estado de sitio, animando enseguida una respuesta aún más masiva en las calles, incluídas las de la capital Buenos Aires. Los supermercados han sido robados en numerosas ciudades o bien se han visto obligados a organizar la distribución de productos alimenticios para los manifestantes. Los enfrentamientos entre los manifestantes y la policía se prolongaron toda la noche en las arterias de la capital. En total se han contado 29 muertos. Al día siguiente, el ministro de Economía, Domingo Cavallo, autor de los últimos planes de austeridad argentinos, dimitía.

Pero ésto no ha parado la cólera popular. Las manifestaciones han continuado. Y el 21 de diciembre, habiendo fracasado en mantener el orden, el mismo presidente de la Rua arrojaba la toalla, dos años antes del final de su mandato. El y el conjunto de su gobierno dimitían.

Su sucesor, el presidente interino, designado por el parlamento argentino, el gobernador peronista Adolfo Rodríguez Saa no ha corrido mejor suerte. Sus primeros anuncios, la supresión del pago de la deuda, la pretensión de crear un millón de empleos, el proyecto de transformar los bonos monetarios emitidos en las provincias en una tercera moneda, el Argentino, no han logrado vencer el descontento. En los días siguientes, numerosos manifestantes se concentraron en el corazón de la capital para exigir el fin de la corrupción en las altas esferas del gobierno y del Estado, cosa que Rodriguez Saa era incapaz de imponer, menos aún puesto que su familia ha edificado su fortuna, desde comienzos de siglo, precisamente gracias a la corrupción. Al cabo de siete días, le tocaba dimitir a él.

Cedió su plaza a Eduardo Duhalde, uno de los responsables del aparato peronista en la provincia de Buenos Aires, bastión del partido peronista. Espera quedarse como presidente hasta el final del mandato oficial en curso, en diciembre de 2003. En su turno ha anunciado una moratoria de la deuda, pero también ha devaluado el peso poniendo fin a la paridad "un peso igual a un dólar". El dólar vale oficialmente por el momento 1,40 pesos, pero su valor podría disminuir áun en los meses próximos. Desde ahora los precios están a punto de aumentar, tanto más puesto que faltan ciertos productos, medicamentos por ejemplo. Algunas de las medidas tomadas para impedir el alza de los precios, por ejemplo un bloqueo del pago de los alquileres durante seis meses, son más que insuficientes para impedir un encarecimiento del coste de la vida, que golpea más violentamente a las capas de población más desprovistas. A la hora en que este revista debe ir a imprenta, Duhalde era todavía presidente pero las condiciones de existencia de la población argentina conocía un nuevo empeoramiento.

Desde hace tres años Argentina está en recesión. El paro es oficialmente de más de 16%. Cerca de un tercio de los 37 millones de argentinos viven desde entonces por debajo del nivel de pobreza. Pero por importantes que sean las dificultades actuales, no son desgraciadamente nuevas. El país ha atravesado ya varias veces situaciones tanto o más deterioradas, no sólo en el transcurso de los últimos veinte años sino a todo lo largo de su historia.

De hecho, Argentina, cuya población ha conocido hace medio siglo un nivel de vida comparable al de Europa occidental, representa un ejemplo de la incapacidad del capitalismo para asegurar un desarrollo armonioso de la economía. Y su historia constituye el contra ejemplo del discurso de propaganda que sostienen los defensores de un capitalismo libre de toda traba, quienes pretenden que si los poseedores se enriquecieran libremente, podrían asegurar un desarrollo económico que permitiría a todos beneficiarse de un trabajo y de una elevación de su nivel de vida. La verdad es todo lo contrario.

Una economia dependiente del imperialismo

Argentina dejó de ser una colonia española en 1810. Durante la primera mitad de siglo de independencia que ha permitido a la clase dominante instaurar su dominación, Argentina ha desarrollado puntos comunes con Australia, Canadá o los Estados Unidos. Apareció como un país nuevo, un país pionero. Pero a diferencia de esos tres países, nunca logró deshacerse por completo de sus rasgos de antigua colonia española, es decir dependiente y retrasada. Como lo expresaba en 1837, un portavoz de la burguesía argentina, "las grandes ideas de la revolución no han sido aplicadas. Somos independientes, pero no somos libres. Los brazos de España ya no nos oprimen, pero sus tradiciones pesan mucho. De todo este desorden anárquico, surgió la contrarevolución".

Como lo hacía notar Lénin hace más de ochenta años en su libro El imperialismo, etapa superior del capitalismo, la época imperialista no sólo ha sido marcada por la existencia de metrópolis imperialistas y de países colonizados, sino también por la existencia de "formas variadas de países dependientes que nominalmente gozan de la independencia política pero que en realidad están atrapados en las redes de una dependencia financiera económica". Y citaba a Argentina como el ejemplo de un país intermediario entre las potencias imperialistas y los países completamente bajo su yugo.

Fue resistiendo a los intentos militares de invasión inglesa de 1806 y 1807 que la burguesía de los criollos, españoles nacidos en América, una capa dirigente de origen europeo compuesta de comerciantes, abogados, clérigos y oficiales del ejército, se forjó una conciencia nacional. Pero una vez obtenida la independencia política, la burguesía argentina iba a recaer durante más de un siglo bajo la dominación económica de Gran Bretaña, tanto más, por cuanto una parte de los terratenientes eran de origen inglés.

En el siglo XVIII apareció una primera actividad ganadera bovina en la "pampa", zona que cubre la mitad de un semicírculo de 600 km cuyo centro es el puerto de Buenos Aires. Al comienzo de la dominación española, el puerto había servido sobre todo a la exportación del oro y de la plata arrancados a las minas de Potosí (Perú). Entre 1785 y 1795, se asiste a una verdadera explosión de las exportaciones de piezas de cuero, ¡que se elevaron de 1.4 a 13 millones! En consecuencia, la cría de ganado sucedió al agotamiento del ganado que hasta entonces vivía en un estado salvaje y se reproducía libremente en la pampa. La figura romántica del gaucho, vaquero nómada, estaba ligada a esta realidad económica primitiva. Pero a partir del siglo XIX, la domesticación del ganado salvaje y la actividad ganadera se organizaron alrededor del latifundio, gran propiedad dependiente de una gran estancia. Esta transformó al gaucho en obrero agrícola y el gaucho desapareció como tal. La multiplicación de los alambrados rodeando las grandes propiedades a partir de 1850 y las leyes acerca de la propiedad de la tierra estipuladas en 1876, acentuaron aún más la tendencia a la concentración de la tierra y a la consolidación de la oligarquía de los ganaderos.

Este sistema de explotación iba a pesar sobre el destino del país. Su característica principal era exigir poca mano de obra, poca técnica y en consecuencia, poca organización. Un administrador y unos diez obreros agrícolas bastaban para ocuparse de una estancia de 15000 a 20000 hectáreas con 10000 cabezas de ganado. Ello constituyó inmediatamente un freno para el crecimiento demográfico (hoy Argentina, cuya superficie es tres veces inferior a la de Brasil, está cinco veces menos poblada). Paralelamente, el desarrollo de Buenos Aires traería consigo la ruina del artesanado en las provincias del país, impidiendo por ejemplo que se prosiguiera el principio de industrialización que había comenzado en el noroeste del país, vuelto hacia Perú.

En las tenazas del intercambio desigual

Con la libertad total del comercio que acompañó a la independencia, el sector comercial y un poco menos los bancos, comenzaron su desarrollo. Esta actividad, en crecimiento lento, se aceleró cuando Argentina se integró al mercado mundial a partir de 1850. Los países industriales de Europa tenían ahora los medios de importar productos alimenticios provenientes de un país que combinaba la abundancia de tierras con la escasa mano de obra. La importación era facilitada por el desarrollo del transporte a gran escala y de las innovaciones técnicas que aseguraban la conservación de los productos. Argentina disponía de 50 millones de hectáreas de tierras fértiles y se proponía como "silo del mundo", proporcionando sus materias primas, cereales, lino, ganado y lana al mercado mundial. Su producto interno bruto aumentaba al ritmo de 4.5% por año.

En contrapartida, Argentina se abrió a la importación de productos industriales venidos de Europa, así como a los capitales extranjeros necesarios a partir de 1860, para poner en pié la infraestructura ligada a estos intercambios. En 1913, los capitales de origen extranjero, representaban la mitad del capital fijo existente. Un gran tercio de esos capitales se encontraba en los ferrocarriles, un pequeño tercio en títulos gubernamentales, y el tercio restante se repartía entre los servicios públicos, el comercio y la finanza. Con 34000 km de vías férreas en 1914, la densidad ferroviaria de la pampa igualaba la de los Estados Unidos en la misma época. Pero el sistema ferroviario estaba organizado en estrella partiendo de Buenos Aires y no aseguraba la comunicación entre las ciudades del interior del país sino que favorecía solamente la zona portuaria. Entre 1870 y 1930, cuatro millones de inmigrados, de entre los cuales 70% venidos de Italia y España se instalaron en el país.

Entre 1910 y 1920, la estructura de las exportaciones se estabilizó así : 45% de cereales y de oleaginosos, 24% de carne, 13% de lana y 6% de cuero. Una proporción que iba a permanecer estable durante sesenta años. Los principales destinatarios eran Francia, Bélgica y por supuesto Inglaterra. Desde 1860, ésta controlaba 35% de las importaciones. Vendía así las máquinas y el equipamiento necesarios para valorizar los capitales británicos.

Sin embargo, las potencias imperialistas no se daban prisa en introducir innovaciones técnicas, por ejemplo los barcos de acero o las técnicas de congelación y de refrigeración.

Pero el freno principal al desarrollo económico seguía siendo el régimen de propiedad de la tierra. El acaparamiento de las tierras, que fue posible mediante la matanza y el aniquilamiento de las poblaciones indígenas que se prosiguió hasta 1880, se realizó según un modo de apropiación que sólo permitió el desarrollo de una clase muy reducida de terratenientes, cuyas haciendas pudiendo extenderse más allá de las 100000 hectáreas, estaban principalmente destinadas a la cría de ganado. Durante mucho tiempo, la agricultura tradicional fue practicada marginalmente. En consecuencia, la población agrícola permaneció reducida. En 1914, sólo alcanzaba el 24% de la población total, y sin desarrollo industrial, los inmigrados vegetaban en Buenos Aires en empleos de artesanos. El resto de la pequeña capa dirigente se componía de grandes comerciantes y de sus agentes, dirigentes, diplomáticos y escritores.

En 1914, el 2% más ricos de la población acaparaban 20% de los beneficios del desarrollo económico. El mismo año, el desempleo alcanzaba un 20%. Por sus orígenes, la oligarquía poseedora había importado el modo de vida europeo. De 1890 a 1930, fue la principal destinataria de la importación de bienes manufacturados provenientes de los países industrializados.

Una semi-industrializacion permitida.. ¡por la crisis de 1929!

Fue la crisis de 1929 que cambió la situación trayendo aparejada una reducción importante del monto de las exportaciones. La entrada de los capitales extranjeros se detuvo. En total, la capacidad de importación del país fue dividida por dos de la noche a la mañana. Esta circunstancia iba a permitir un principio de industrialización. Pero las industrias que se crearon entre 1930 y 1950 no tenían como objetivo producir únicamente los bienes capaces de remplazar las importaciones destinadas a satisfacer las necesidades de una pequeña capa poseedora. La industrialización se limitó entonces a los sectores que no exigían demasiadas inversiones: textil, alimentación, bebidas, tabaco, cuero, metalurgia liviana, petróleo principalmente. El reparto de los ingresos permanecía inalterable.

Hasta 1945, fecha en la cual esta industria de substitución de las importaciones marcó el ritmo, Argentina dispuso, sobre todo porque la guerra bloqueaba los intercambios, de un saldo comercial positivo. Con la situación difícil de Europa después de la guerra, se asistió a una subida espectacular de los precios mundiales de los productos alimenticios. Esta coyuntura favorable iba a permitir al régimen peronista, en el poder en 1945, comprar la paz social ampliando sensiblemente el consumo de las clases pobres. Entre 1946 y 1949, los salarios que representaban un 37.3% del ingreso nacional, pasó a 45.7%.

El nacimiento de la CGT peronista

Fue en esta época que nació la CGT argentina, que sigue siendo hoy el triunfo principal del partido peronista. En el poder de 1945 a 1955, Perón dirigió un régimen bonapartista que se apoyaba sobre una coalición de fuerzas que reunían una parte del ejército (Perón era un oficial superior que había simpatizado con el régimen de Musolini), de la gran patronal y de los sindicatos. Era un poder fuerte que intervenía autoritariamente en la vida económica, para salir del dominio británico, y que logró la paz social mediante una política de integración de los sindicatos al Estado, institucionalizando la colaboración de clase. Tomaba algunos rasgos al Estado corporatista de Musolini pero se inspiraba también de la política llevada adelante por Cárdenas en Méjico de fines de los años treinta.

El Estado nacido de la revolución mejicana había optado por integrar al Estado los sindicatos, para asentar su poder sobre el ejército y la clase obrera, en beneficio de la burguesía mejicana. León Trotski había caracterizado así este tipo de régimen bonapartista: "En los países industrialmente atrasados, el capital extranjero desempeña un papel decisivo. De allí la debilidad relativa de la burguesía nacional en relación al proletariado nacional. Esto crea condiciones particulares de poder estatal. El gobierno zigzaguea entre el capital extranjero y el capital indígena, entre la débil burguesía nacional y el proletariado relativamente poderoso. Lo cual confiere al gobierno un carácter bonapartista sui generis particular. Se sitúa digamos por encima de las clases. En realidad, puede gobernar ya sea volviéndose el instrumento del capital extranjero y manteniendo al proletariado en las cadenas de la dictadura militar, ya sea maniobrando con el proletariado incluso hasta llegar a hacerle concesiones, conquistando así la posibilidad de gozar de cierta libertad con los capitalistas extranjeros".

Perón atrajo hacia sí al proletariado que se había desarrollado sobre la base de la industrialización comenzada en 1930, al mismo tiempo que a las capas de la burguesía industrial contenta de deshacerse de la tutela de Inglaterra. Al proletariado, los "descamisados", el demagogo Perón les presentaba un discurso radical, hablando de "revolución social": "Quiero mejorar el nivel de vida y que los trabajadores, incluso los más modestos, estén a salvo de la explotación capitalista". A éste mezclaba un discurso nacionalista: "Echamos la semilla para hacer florecer una patria libre que no admite negociaciones de soberanía".

Pero cuando Perón se dirigía al patronato, explicaba así sus intenciones: "Es un error muy grave creer que el sindicalismo obrero es perjudicable para el patrón... Al contrario, es la forma que permite evitar que el patrón tenga que luchar con sus obreros". Y agregaba: "Se ha dicho que soy un enemigo de los capitalistas, pero (...) no encontrarán ningún defensor, digamos tan decidido como yo: porque yo sé que la defensa de los intereses de los hombres de negocios, de los industriales, de los comerciantes, es la defensa misma del Estado".

La situación excepcional de Argentina inmediatamente después de la guerra, le permitió obtener el apoyo de las masas trabajadoras por medio de una política de altos salarios relativos, cuyo símbolo fue el otorgamiento de un aguinaldo grabado en las memorias obreras. La CGT se convirtió en un verdadero mecanismo del aparato estatal. El excedente de las divisas de las cajas del Estado, que permitió hasta 1947 mejorar las condiciones de vida de los trabajadores, sirvió también para poner en pié una verdadera burocracia sindical. Los trabajadores adversarios del nuevo régimen, que habían permanecido fieles al Partido Comunista por ejemplo, se veían negar el acceso a las asambleas generales o a las reuniones de las comisiones internas. De 1946 a 1949, cientos de conflictos huelguísticos fueron declarados ilegales y reprimidos. Las comisiones internas combativas fueron disueltas. La CGT no dudaba en reclutar rompehuelgas para lanzarlos contra los huelguistas. Los sindicalistas que permanecieron independientes fueron torturados o asesinados. Las cárceles se llenaron de trabajadores combativos, denunciados por la CGT.

La politica de la burocracia sindical

En 1955, otro militar, el general Lonardi, derrocó a Perón con la bendición del imperialismo norteamericano, quien no aceptaba de buena gana ese gobierno que pretendía llevar adelante una política independiente. La CGT se transformó entonces en un aparato más federal, atravesado por corrientes agrupando una mayoría de organizaciones de obediencia peronista (las "62 organizaciones") pero también antiperonistas (32 organizaciones) e incluso ligadas al partido estalinista (diez organizaciones). A partir de la caída de Perón, su partido, el Partido Justicialista, fue prohibido por los militares. Durante veinte años, la oposición peronista se expresó principalmente por medio de la CGT.

Los dirigentes de la CGT rivalizaban por tener el aval de Perón en el exilio. No se trataba de un gesto desinteresado. El "mito Perón", aún muy vivo en la memoria los trabajadores argentinos, era útil a los burócratas sindicales para mantener su autoridad sobre la clase obrera.

De esta manera, el movimiento peronista continuaba representando una fuerza política considerable, que los presidentes electos tuvieron que tener en cuenta, como también los generales golpistas que alternaron en el poder de 1955 a 1973.

Hasta los años sesenta, la industrialización se extendió a nuevos sectores: química, metalurgia de base, máquinas y vehículos, a un ritmo de 8.6% sólo en esos sectores. Pero las inversiones provenían en su mayoría del extranjero: 97% de la industria del automóvil, 70% de la electrónica. Y, sobre todo, la agricultura representaba siempre la principal fuente de ingresos, a pesar de sus métodos arcaicos: en 1960, el consumo de abonos no era sino de 0.5 kg por hectárea (39 kg en los Estados Unidos y 21 kg en Australia). En 1949, 29% de la población activa trabajaban en la campaña. Esta proporción era aún de 20% en los años setenta.

Pero lo esencial de la riqueza iba siempre a las mismas capas dirigentes. Los más ricos, 5% de la población, alcanzaron un nivel de vida idéntico al de los países capitalistas desarrollados más ricos. No obstante, la masa salarial, que había aumentado durante la década peronista, volvió a declinar. La productividad aumentaba a un ritmo más rápido que los salarios reales. Y a causa de la polarización del empleo industrial hacia la provincia de Buenos Aires, había grandes diferencias entre la capital y las provincias. En 1963, las provincias, con 75% de la superficie total y 33% de la población, no producían más que un 20% de la riqueza. Los salarios podían ser inferiores a los de la capital incluso hasta de 60%.

La balanza comercial permanecía en déficit. La participación argentina a nivel de las exportaciones agrícolas mundiales disminuyó considerablemente, pasando de 3.1% del total en 1928 a 0.4% en 1980. Sin embargo en los 20 años siguientes, la productividad agrícola de la tierra iba a duplicarse teniendo en cuenta las nuevas tecnologías. Esto permitió a la agricultura argentina volver a encontrar su volumen de actividad pero al precio de una explotación furiosa. No obstante, lo que no cambió fue la repartición de las tierras. Según una evaluación de los años noventa, 1.31% de las propiedades de más de 5000 hectáreas acapara 46.7% de las superficies, mientras que las explotaciones de 1 a 25 hectáreas (41.4%) ¡representan menos de 1% de las superficies explotadas!

Entre 1950 y 1963, las exportaciones no cubrían las crecientes necesidades de importaciones surgidas del desarrollo del sector industrial. A causa del retraso de la industrialización, las empresas no podían satisfacer la demanda de bienes de equipamiento sino a un costo muy elevado dadas las innumerables dificultades técnicas y económicas que había que resolver. Cuando los precios alcanzaban un cierto nivel, las empresas extranjeras se volvían más competitivas. Entraban entonces en el mercado argentino, absorbían las empresas locales e imponían precios de monopolio, impidiendo toda baja de los precios.

Fue de esta manera que desde 1959 a 1969 se implantaron las firmas ligadas a las grandes multinacionales. Su participación en el capital industrial alcanzaba los 80% en 1969. Los gobiernos sucesivos entre 1955 (caída de Perón) y 1976 (golpe de Estado militar de Videla), quienes pretendían defender los intereses de la economía nacional, no tenían tampoco la voluntad de oponerse a las grandes empresas extranjeras sino reducir la parte de riqueza de la burguesía local.

El desmantelamiento de la economia estatizada

En 1969, el levantamiento obrero de Córdoba marcó el principio de un período de radicalización del movimiento de masa que llevó a la burguesía argentina a llamar nuevamente a Perón en 1973.

Pero no se trataba ya entonces de ceder algunas migajas a la clase obrera para obtener su apoyo. Se trataba de anestesiarla, de desmoralizarla, con la ayuda del aparato de la CGT. Durante los tres años, de 1973 a 1976, mientras la protesta obrera siguió siendo fuerte, los dirigentes sindicales iban al unísono con el ala más reaccionaria del movimiento peronista, la derecha y la ultraderecha. Este segundo peronismo dio lugar a la peor dictadura militar que Argentina haya conocido de 1976 a 1983. Este período ha marcado profundamente la sociedad argentina. El movimiento de las "madres de la plaza de Mayo", esas madres de militantes que tuvieron el coraje de protestar públicamente, en plena dictadura y que continúan reclamando aún hoy la verdad acerca del destino de sus hijos o a veces sus nietos, ilustra bien dicha sociedad. A pesar de los esfuerzos de los dirigentes políticos, radicales y peronistas para proteger de lo esencial de las persecuciones a los cuadros del ejército, las fisuras del sistema judicial han permitido que muchos altos mandos de la junta estén hoy asignados a residencia a falta de encontrarse en la cárcel. Pero si bien el balance político de la dictadura con sus 30000 desaparecidos (entre los cuales muchos militantes obreros peronistas) es particularmente catastrófico, también lo es en el plano económico.

La junta del general Videla, ha comenzado el desmantelamiento del aparato de control gubernamental para imponer un pretendido "mercado libre", eliminar los monopolios del Estado sobre la carne y los cereales, confiar las exportaciones a firmas privadas y aumentar las subvenciones de la agricultura, es decir, de la oligarquía. El levantamiento de las barreras aduaneras amplificó aún las dificultades de la industria local. Por otra parte, la demanda de productos manufacturados disminuyó causada por la baja de los salarios. La venta de automóviles por ejemplo, disminuyó un tercio. Las inversiones en la producción estancaron dejando lugar a las especulativas.

La dictadura militar compensó en parte ésto con el desarrollo de la finanza y de la banca. Pero el bloqueo de los salarios no detuvo la inflación. La reducción del déficit presupuestal condujo a una reducción de la actividad económica. La junta impuso un fuerte descenso del nivel de vida de la población. En 1977, el poder adquisitivo había bajado 60% en relación a 1974. El excedente económico se desplazó de nuevo hacia los latifundistas, cuya parte del ingreso nacional aumentó un poco, mientras que la baja de los salarios permitía que los beneficios de los industriales no sufrieran mella.

La situación que heredó el radical Raúl Alfonsín, elegido presidente a la caída de la dictadura en 1983, se resumía ya entonces así: inflación exorbitante, crisis dramática, deuda externa monstruosa.

Las medidas económicas conocidas bajo la denominación de "plan austral", puestas en práctica por Alfonsín, de acuerdo con los banqueros del FMI, no permitieron ninguna mejora. A partir de 1984, el hecho de que todos los excedentes sirvieran para pagar la deuda, no impedía que ésta creciera y pasara de 43 a 60 mil millones de dólares. En el mismo período la moneda argentina se devaluó con relación al dólar casi un 5000%. El alquiler del dinero era tan elevado que los poseedores de capitales preferían las inversiones especulativas. En consecuencia, las inversiones productivas disminuyeron constantemente. La producción en 1989 era inferior a la de 1974 y la parte de los asalariados, que había sido desde 1945 de 35% del ingreso nacional, con un pico de 45%, había caído a 28%. La desocupación alcanzó el 15%.

La privatizacion de las empresas publicas

Cuando el peronista Carlos Menem subió a la presidencia en julio de 1989, el país contaba 30 millones de habitantes, de los cuales 9 millones de pobres. Los precios se duplicaban todos los meses. De entrada, aceleró la privatización de todas las empresas públicas que pasaron a manos de operadores privados, argentinos o extranjeros.

Menem inició también la supresión de todo tipo de reglamentaciones de forma desenfrenada, yendo hasta liquidar los oficios nacionales de los cereales, de la carne, del vino, que aplicaban los reglamentos abolidos. Favoreció la exportación y bajó los derechos de aduana. En el plano social, el Estado abandonó las negociaciones salariales e impuso la flexibilidad del trabajo, poniendo en tela de juicio derechos conquistados durante el primer gobierno peronista.

De hecho, el Estado argentino había abandonado sus empresas desde hacía mucho tiempo, y su privatización venía a coronar años de ausencia de inversiones, de deterioro de las infraestructuras (la extensión de las vías férreas había disminuido de 46000 km a 35000), de desprecio de los usuarios y de corrupción.

Las privatizaciones trajeron aparejado el enriquecimiento de los más ricos, multiplicando sus víctimas: empleados del sector público despedidos, abandono de los sectores textiles y de la maquinaria. Un año después, la desocupación volvía a aumentar. Categorías enteras se pauperizaban: jubilados, maestros, funcionarios públicos. Estos nuevos pobres se sumaban a los otros, los que nunca habían tenido acceso a los servicios elementales: alojamiento, agua potable, salud, educación.

Pero en abril de 1991, al establecer la libre convertibilidad de la moneda nacional, el austral (nuevamente llamado peso el 1° de enero de 1992), en el marco de una paridad fija con el dólar, el ministro de economía, Domino Cavallo (un ex presidente del Banco central durante la dictadura militar), logró sin embargo escapar a la hiperinflación (4933% en 1989 y "solamente" 1355% en 1990), situación a la cual todo el mundo asistía impotente, a la volatilización de su poder adquisitivo. Este éxito aseguró la reelección de Menem. Pero al final de su segundo mandato, la crisis y la deuda externa seguían siendo monstruosas.

Los ministros cambian, la austeridad permanece

En 1999, fue electo otro radical a la presidencia del país: Fernando de la Rua. En dos años ha cambiado tres veces de ministro de Economía. Los planes de austeridad se suceden. Los salarios de los empleados del Estado han bajado primero entre 8 y 24%, luego un 13% más. Esta última bajada se ha extendido a los 2.5 millones de jubilados cuyas pensiones eran de más de 300 pesos por mes.

Pero los planes sucesivos no alcanzaban para aflojar el nudo que extrangula la economía. En doce años, la deuda externa ha triplicado, pasando de 62000 a 170000 millones de dólares. La deuda pública alcanza hoy 132000 millones de dólares, la mitad del producto interior bruto. El equilibrio económico depende ahora de los empréstitos a los banqueros del mundo. La única medida razonable para la población sería que el gobierno rechace pagar sus deudas a los establecimientos financieros. Pero ésta no es la voluntad política de un gobierno que quiere no sólo respetar sus compromisos con los poseedores argentinos sino también las deudas que éstos han contraído con los poseedores del mundo entero.

Según los cálculos del FMI, que apoya los planes de austeridad, Argentina necesitaría un desarrollo anual de por lo menos 2% (es decir tres veces superior al actual) para presagiar un restablecimiento. Pero la crisis es tan profunda que arrastra consigo una verdadera destrucción del capital industrial. La industria trabaja ahora utilizando la mitad de sus capacidades. El sector automotor, con una capacidad de producción de 850000 vehículos, sólo ha producido 180000 durante todo el año pasado, por una rentabilidad estimada a 300000 vehículos. Consecuencia para las 400 empresas que fabrican piezas de recambio para el sector: unas veinte han cesado toda actividad y ochenta se han ido del país. En la metalurgia y textil, la producción ha caído un 20% en un solo mes. En términos de competitividad, en un estudio realizado por universitarios norteamericanos de Harvard, Argentina ha pasado del 53° al 75° puesto. Los mismos destacan su falta de capacidad en términos de innovación tecnológica, olvidando que durante años, las multinacionales han transferido sus tecnologías decadentes a los países subdesarrollados pero que les aseguraban aún ganancias.

La colera de los obreros

Esta caída de la actividad industrial alimenta la desocupación. Desde noviembre del 2000, el país ha estado marcado por manifestaciones de desocupados con piquetes de manifestantes, los piqueteros, que obstruyen las rutas para hacerse oir. Los desocupados reciben en estas acciones el apoyo de los jóvenes, de militantes de grupos de ultraizquierda, de sindicalistas, pero también de la Iglesia. Muchas veces los enfrentamientos han sido violentos. También ha habido marchas de hambre.

Estas luchas radicales se inscriben en la continuidad de los levantamientos y luchas que han estallado todo a lo largo de los años noventa: los trabajadores del sector público en las provincias, amenazados por los ataques del gobierno de Menem, los trabajadores en situación precaria y los desocupados.

El primer levantamiento tuvo lugar en 1993 en Santiago del Estero donde los trabajadores estatales, que no habían cobrado su sueldo desde hacía tres meses, se atacaron a un edificio oficial. Entre 1995 y 1997, alzamientos y bloqueos de rutas se sucedieron notoriamente en las provincias de Jujuy, San Juan, Río Negro, Neuquén y Salta. Hubo incluso muertes. Decenas de militantes detenidos. Algunos fueron encarcelados. Estos últimos meses, la policía ha lanzado la búsqueda de 1800 personas.

Menem no estaba allí para preservar a los sindicatos sino para acelerar la liberalización de la economía. Terminó con la estabilidad del empleo imponiendo contratos de trabajo flexibles y temporales. Las privatizaciones se acompañaron de suspensión de derechos conquistados por los trabajadores del sector público. La negociación colectiva fue descentralizada, los aumentos de salario ligados al rendimiento. En una palabra, Menem favoreció la flexibilidad del trabajo y suprimió las asignaciones familiares para aquellos cuyo salario sobrepasaba un cierto límite. Estos ataques cristalizaron corrientes en el seno de la CGT por lo que hoy existen tres centrales sindicales: dos CGT y la CTA.

Esta última, dirigida por Víctor De Gennaro, es minoritaria y es la más afectada por los ataques contra el sector público siendo la ATE (asociación de trabajadores del Estado) y el sindicato de profesores del sector público (CTERA) su vanguardia. Se presenta como un sindicato libre de toda atadura política, pero es cercana del Frepaso, formación de centro-izquierda que participa en el actual gobierno.

El ala de la CGT dirigida por Rodolfo Daer es la que ha tratado de conservar una posición privilegiada aceptando compromisos con Menem. La segunda CGT, dirigida por Hugo Moyano, proviene de la ruptura del Movimiento de los trabajadores argentinos (MTA), que ha incorporado en sus filas la Unión de tranvías y de automotores (UTA) y el sindicato de camioneros. Ambas dan una expresión a los trabajadores que han aceptado menos los ataques de Menem contra las conquistas obreras.

A lo largo del verano del 2001, los desocupados han multiplicado las jornadas de acción e intentado poner en pié un movimiento nacional. Pero su suerte no depende sólo de su radicalismo sino que en cierta medida está entre las manos de los trabajadores que conservan un empleo, ya que sólo éstos están en condiciones de ejercer presión sobre las clases poseedoras, por el sitio que ocupan en el aparato productivo.

Las centrales sindicales, las dos CGT y la CTA, disponen de una importante fuerza de movilización. En las manifestaciones recientes contra los planes de austeridad, las centrales sindicales han sacado a la calle más gente que las manifestaciones de desocupados apoyados principalmente por la CTA. Las reticencias de los dirigentes de la CGT en apoyar el movimiento de desocupados, su rechazo de convergencia entre la movilización de sus adherentes y la de los desocupados indican que no desean ofrecer la respuesta unificada del movimiento obrero, la cual sería sin embargo necesaria.

No obstante la CGT no había permanecido inactiva contra la presidencia del radical Alfonsín en los años ochenta. Había entonces pasado por alto las disenciones internas consiguientes a la dictadura. Se había movilizado contra el "plan austral", había multiplicado las huelgas generales, trece en total. Se trataba menos de ofrecer una solución obrera que de preparar el camino a Menem. Prosiguió esta política bajo la presidencia de Fernando de la Rua quien sucedió a Menem en 1999. El partido peronista vencedor de las elecciones del 14 de octubre del 2001 que renovarían una parte de los diputados y senadores, debe su éxito a los aparatos de la CGT.

Desde hace dos años que los peronistas han vuelto a la oposición, después de la elección de Fernando de la Rua a la presidencia, las dos CGT han encontrado un terreno de entendimiento en la oposición al gobierno. Ambas denuncian el "vacío de poder, la ausencia de gobierno, la inexistencia del presidente", pero se cuidan bien de correr el riesgo que sean los trabajadores quienes ocupen el "vacío de poder". Ambas preservan los poderes públicos, limitan los paros contra la austeridad, evitan la convergencia con las jornadas de acción de los desocupados.

Pero el descontento obrero es profundo y muchos trabajadores sienten que necesitan un verdadero plan de lucha y de una respuesta común del conjunto del movimiento obrero, uniéndose aquellos que tienen trabajo con los que no tienen o tienen poco.

Para alcanzar este objetivo, tienen que comprender que no solamente los partidos políticos de la burguesía, radicales o peronistas, no tienen nada que ofrecerles, que sólo están allí para asegurar el mantenimiento de la burguesía y su régimen de explotación, pero necesitan también aprender a distinguir sus falsos amigos: los aparatos sindicales, la jerarquía eclesiástica y los políticos que quieren hacer creer que se preocupan del bienestar de las clases pobres. Encontrar la salida no es fácil pero sólo por medio de la lucha del conjunto de los trabajadores, con o sin empleo, la clase obrera argentina puede evitar cargar sobre sus espaldas el peso de la deuda y del enriquecimiento de las clases poseedoras.

Noviembre de 2001