La derecha y los patronos trataron de derrocar al gobierno lanzándose a sabotear la economía a través de una huelga patronal cuyo objetivo era hacer pasar hambre a las clases pobres, paralizar el país y obligar al ejército a intervenir.
El 10 de octubre, durante una manifestación de cerca de 300.000 personas, los dirigentes de la derecha llamaron a "luchar sin ahorrar medios" contra el gobierno, al cual calificarlo de ilegal. A partir del día siguiente, la corporación de los camioneros decidió efectuar una huelga ilimitada.
Los pequeños comerciantes, médicos, arquitectos, abogados, empleados de banca y propietarios de transportes públicos; en fin, todas las asociaciones profesionales de las clases medias, siguieron a los camioneros.
Por su parte, los comandos de Patria y Libertad patrullaban por las calles y atacaban a los comerciantes y a los conductores de camiones o autobuses que no secundaban la huelga.
Pero la ofensiva de la derecha y de los propietarios provocó una enérgica reacción de las clases populares. Los obreros se apoderaron de las fábricas y reemprendieron la producción. En muchos barrios populares, los trabajadores se encargaron directamente de la circulación y la distribución de los víveres. Por bloques de viviendas, se eligieron representantes encargados de organizar el reparto de alimentos. Aparecieron cartillas de racionamiento y las llamadas "canastas populares de bienes".
Todos los servicios fueron mantenidos gracias a los propios trabajadores y a los equipos de voluntarios. Los hospitales, por ejemplo, siguieron funcionando a pesar de que la mayoría de los médicos y enfermeras no acudían a ellos.
En las industrias, se constituyeron Brigadas de Vigilancia y Comités de Defensa.
Para llevar a cabo todas estas tareas, surgieron "cordones industriales" en los principales barrios obreros de la periferia de Santiago, formados por representantes de todas las empresas, a los que se asociaron también representantes de las JAP y de los consejos campesinos, con los cuales organizaron directamente la entrega de productos agrícolas.
Siguiendo el ejemplo de las poblaciones del Gran Santiago, en los pueblos se crearon también los Comandos Comunales de Trabajadores, elegidos y revocables por los habitantes de cada lugar.
De hecho, los trabajadores habían tomado la iniciativa adoptando una serie de mediadas que iban mucho más lejos que las consignas de la CUT y del gobierno. La acción en común tenía la virtud de poner a todo el mundo de acuerdo, uniendo a los militares y simpatizantes de los diferentes partidos de izquierda con los obreros cristianodemócratas que también participaban en la lucha contra los patronos.
La clase obrera tomaba conciencia de su fuerza.
He ahí lo que decía una habitante de un campamento en noviembre de 1972:
"Ahora conocemos la fuerza del patrón; pero sabemos que somos fuertes. Ahora no luchamos únicamente para que los ricos aumenten nuestros salarios, pues sabemos que nuestros derechos van desde el de ocupar su fábrica al de quitársela, e incluso al de hacerla producir y al de dirigirla nosotros mismos".
Desde los primeros días, el gobierno había vuelto a proclamar el estado de urgencia. El poder civil fue transmitido a los militares.
Allende dejó incluso pasar una ley sobre el control de las armas, votada por la derecha, que permitía a los militares, supervisados por el subsecretario de Defensa, proceder al registro de todos los lugares o casas en busca de las armas retenidas ilegalmente, a partir de una simple denuncia.
Después se ha dicho que la aplicación de esta ley se debió a una negligencia de Allende.
Pero lo que hizo Allende, tanto en ésta como en otras ocasiones, fue ofrecer garantías de su voluntad de dar a las Fuerzas Armadas todos los medios para hacer respetar el orden público. Pues había depositado su confianza en el ejército, no en el movimiento de masas.
En el discurso de la semana siguiente, la contraofensiva obrera conseguía superar la huelga patronal y, a medida que pasaban los días, aumentaba la confianza de la clase obrera en sus propias fuerzas.
Los pequeños comerciantes empezaron a abrir poco a poco sus puertas. Pero al gobierno sólo le urgía una cosa: restablecer la tranquilidad. Para él, no se trataba de permitir que la clase obrera desarrollara todas sus posibilidades y aumentara hasta el fin la ventaja adquirida, sino acabar cuanto antes con la movilización. Ello le llevó a mostrarse cada vez más conciliante con la derecha. Prometió a los camioneros que no habría ninguna sanción contra los huelguistas, que los derechos de la pequeña y mediana burguesía serían respetados, que las empresas ocupadas por los trabajadores serían devueltas a sus propietarios.
Finalmente, el 3 de noviembre, de acuerdo con la Democracia Cristiana, Allende hizo entrar en el gobierno a los tres principales generales del ejército, cuyo Comandante en Jefe, el general Carlos Prats, fue designado ministro del Interior.
Así pues, ante la exarcebación de la lucha de clase, Allende se servía del ejército como árbitro. También hizo entrar en ese gabinete conocido como el "gabinete UP-Generales", al presidente y al secretario de la CUT. El 6 de noviembre, cesó la huelga.