Con el desaire electoral infligido al clan de Macron en las elecciones legislativas, la crisis de la democracia burguesa en Francia ha alcanzado una nueva etapa.
Todos los elementos de una crisis política están en camino. El sistema de alternancia parlamentaria izquierda-derecha se desmorona desde hace varios años. Los grandes partidos que la han estructurado desde la instauración de la V República se han desacreditado con el tiempo. El inexorable incremento de la abstención es una medida de ello.
La llegada al poder de Macron en 2017 con su "ni izquierda ni derecha" había constituido entonces una solución momentánea. Pero Macron ha pasado de ser una solución a convertirse en un problema al focalizar en sí mismo el rechazo de las clases populares. El parche del macronismo sólo duró lo que tardó en surgir una nueva generación de jóvenes políticos, cuyo naufragio fue significado por las elecciones legislativas del 12 y 19 de junio.
En la misma noche de la segunda vuelta de estas elecciones, una vez conocido los resultados, los portavoces del clan macronista, empezando por Le Maire, el ministro de Economía, y Borne, el primer ministro, centraron su intervención en una llamada a la responsabilidad. Alertaron sobre la amenaza de inestabilidad en el poder ejecutivo. Más allá de la cháchara política en la Asamblea, sin interés para la burguesía, una parálisis del ejecutivo lo incapacitaría para tomar las decisiones apropiadas en el momento oportuno, cuando los intereses de la cúpula de la burguesía estén en juego.
La desestabilización del ejecutivo
La Quinta República y el presidencialismo fueron concebidos para garantizar la estabilidad del ejecutivo al margen de los juegos políticos de los partidos, destinados a que el buen pueblo crea que es él quien decide. La Quinta República surgió de la necesidad de poner fin a una Cuarta República paralizada por interminables debates partidistas, hasta el punto de ser incapaz de tomar la decisión de zanjar la Guerra de Argelia, que las fuerzas militares del imperialismo francés habían demostrado ser incapaces de ganar. Esta decisión fue exigida por la gran burguesía francesa, cuyos intereses dictaban que el estancamiento argelino era demasiado costoso en comparación con los beneficios que proporcionaba.
Sin embargo, ahora la Quinta República, después de haber servido para resolver el problema argelino y luego para asegurar el funcionamiento de un régimen parlamentario con cierto estilo bonapartista, está en proceso de reproducir algunos de los pecados de la Cuarta República.
Hoy en día, la burguesía francesa no está agobiada por un problema similar al de la guerra de Argelia. Sin embargo, está lastrada por muchas otras cosas, que en realidad son mucho más graves. Se enfrenta sobre todo a la crisis, una crisis económica acrecentada por la crisis sanitaria, con un exacerbamiento de la competencia entre los grupos capitalistas y las naciones. Se enfrenta a las consecuencias contradictorias de su propia economía: la perturbación de las cadenas de producción globalizadas, la subida de los precios, la acumulación de la deuda pública, el repunte general del militarismo y los gastos que requiere, ilustrados por la guerra entre Rusia y Ucrania.
Ante esta situación, el capital financiero, es decir, "la parte más fuerte y sólida de los explotadores" (Trotsky), empuja hacia un poder estable y fuerte, capaz de imponer a la población, y en particular a los asalariados, medidas brutales, necesarias para asegurar los altos dividendos que ha cobrado a pesar de la crisis sanitaria, a pesar de las guerras, y que aspira a seguir percibiendo.
Es posible que la casta política encuentre los medios para atender favorablemente la llamada a la responsabilidad del clan macronista que, como principal reagrupación política al servicio de la burguesía, quiere que la unidad nacional se logre en su derredor. En esta dirección van todas y cada una de las voces que se escuchan desde las elecciones legislativas sobre la "cultura del compromiso", habitual en Alemania, pero menos en Francia.
En el terreno de la politiquería, es muy posible que Macron logre capitalizar en beneficio propio el atractivo por el poder y, al mismo tiempo, responder a los “desiderata” del capital financiero. Lo hizo al principio de su primer quinquenio con Le Maire, Darmanin y algunos otros. La única diferencia entre esta primera generación de la derecha o de la izquierda (Le Drian, Ministro de Asuntos Exteriores, Borne...) y los que, como Woerth o Abad, acaban de unirse a él, u otros que se unirán mañana, será la fecha de su adhesión. En el fondo, hay muy pocas diferencias entre todos ellos, incluso en las opciones políticas y de gobierno que encarnan.
Un Copé ya está asumiendo la idea de que la llamada derecha republicana tiene interés en solidarizarse con Macron. Alliot, una de las principales figuras del RN (ex-Frente Nacional), ha mencionado como deseable la constitución de un gobierno de Unión Nacional. Si Mélenchon no retoma esta idea tal cual, su declaración en la noche de la segunda vuelta no contiene nada que pueda impedirlo: es mucha retórica para seguir manteniendo la creencia en una "oleada" de la izquierda, cuando no hay ninguna dinámica, ni tan siquiera electoral, para los partidos de izquierda. En caso de que existiera una dinámica entre los votantes populares, ésta beneficiaría a Le Pen.
Por otra parte, Mélenchon no ha dicho nada para recordar las promesas de su campaña electoral, que sin embargo podría seguir defendiendo como "principal partido de la oposición", por ejemplo, el salario mínimo de 1.500 euros. Es decir, nada de lo que los trabajadores pudieran apropiarse y que pudiese comprometer una posible unidad nacional.
La presión de la crisis
Si los parlamentarios de la burguesía no entendieran las llamadas a la responsabilidad que se les hace, otros podrían llevar a cabo el deseo del capital financiero por tener un gobierno estable que sea capaz de reaccionar instantáneamente ante las turbulencias de las crisis que se avecinan.
Por muy decisivas que sean las exigencias del capital financiero, no es él quien hace las mayorías y no tiene capacidad para establecer cualquier gobierno en el momento que quiera. Pero tiene los medios para hacerse entender por el propio aparato estatal, empezando por el ejército, e influir en la decisión. A pesar de la parálisis de la Cuarta República, la gran burguesía francesa había encontrado dos veces los medios de imponer su voluntad para poner fin a la guerra perdida en Indochina y luego para librarse del lodazal argelino. La primera vez, fue a través del bonapartismo de Mendès France apoyado por el Parlamento. La segunda vez, fue prescindiendo de la "legalidad" o constitucionalidad.
La izquierda institucional está sobradamente satisfecha de haber encontrado en la persona de Mélenchon un artífice de la unificación de los aparatos de los distintos partidos que la componen. Los diletantes políticos de la extrema izquierda se enorgullecen de haber contribuido a "derrotar a Macron", aunque añadan, para guardar las formas, que también hay que derrotarlo por la vía de la lucha, y no sólo en las urnas. La crisis política se expresa hoy a través de una Asamblea que, por el momento, no sabemos hasta qué punto es gobernable. Macron está regateando con los líderes de los partidos. Esto es un signo de debilidad.
No obstante, la inestabilidad política que probablemente conlleve no elimina las amenazas para la clase trabajadora. Tanto si el gran capital opta por hacerlo legalmente y sin violencia, si tiene los medios y la posibilidad, como si opta por hacerlo violentamente, será necesariamente contra la clase obrera y contra sus intereses.
La clase obrera frente a las amenazas
Si la crisis económica continúa y se agrava, el "cueste lo que cueste" que le gusta a Macron, incluyendo el arrojar algunas monedillas a las clases explotadas, será sustituido por gravámenes sobre ellas. Por poner sólo dos ejemplos: ¿quién pagará el gasto adicional en armamento que supone la creciente militarización de los países de la Unión Europea? Y si, por el momento, los mercados financieros son lo suficientemente indulgentes con los Estados imperialistas como para permitirles financiar sus deudas pasadas con deudas presentes y futuras, ¿qué pasará si los prestamistas deciden cobrar la factura? Las condiciones draconianas que las finanzas de los países imperialistas han impuesto a Grecia y a su pueblo servirán de precedente para muchos otros países aún más poderosos.
Por lo tanto, la única política válida para la clase obrera es claramente no alegrarse de los sobresaltos de la crisis política de la burguesía. Como muy bien lo planteó el Programa de transición, ante una de las precedentes crisis profundas del capitalismo: “hay que hallar consignas y formas de lucha generalizadas contra dos males básicos que expresan la creciente aberración del sistema capitalista: el paro y la carestía”. Esta política no puede emanar de ninguno de los partidos de la burguesía, ni de sus combinaciones, ni siquiera bajo la égida de un tribuno demagogo.
Por poco que estas ideas estén presentes en la clase obrera, por insuficiente que sea la conciencia política de clase entre los trabajadores, la orientación de los comunistas revolucionarios no es, desde luego, utilizar sus fuerzas para ser la rueda de repuesto de cualquier partido burgués, sino defender el programa de reivindicaciones indispensable para garantizar la supervivencia de la clase obrera. ¿No está la clase obrera en condiciones de asumir este programa hoy? Será mañana, cuando retome el camino de la lucha. Siendo conscientes de que un programa no es más que un conjunto de ideas mientras no haya un partido que las encarne, para acabar con esta "crisis de dirección del proletariado" en la que Trotsky veía la "crisis histórica de la humanidad".
Georges KALDY