Bashar al-Assad huyó de la capital Damasco el 8 de diciembre, expulsado por una fulgurante ofensiva de diez días lanzada desde el noroeste de Siria por una coalición dirigida por la organización islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS). Haciendo gala de una hipocresía sin límites, los dirigentes occidentales aplaudieron la caída del "Estado bárbaro", como dijo Macron. En realidad, nunca han tenido reparos en meterse en la cama con dictaduras de los cuatro puntos cardinales, como la de Assad, que, a su manera, siempre ha colaborado en el mantenimiento del orden imperialista en Oriente Próximo, incluso sembrando el terror entre su propio pueblo.
Fundado por Hafez al-Assad, padre del dictador depuesto, el régimen que acaba de ser derrocado se ha presentado durante mucho tiempo como un paladín de la lucha contra el imperialismo. ¿Cómo surgió y cuál fue la naturaleza de su relación con el imperialismo? ¿Qué perspectivas se abren para el pueblo sirio tras su caída? Para responder a estas preguntas, tenemos que recordar cómo los Estados imperialistas se apoderaron de Oriente Próximo a principios del siglo XX.
La balcanización de Oriente Próximo
Durante varios siglos, esta región había formado parte del Imperio Otomano, constituyendo una vasta entidad sin fronteras internas, dentro de la cual coexistieron más o menos pacíficamente poblaciones muy diversas. Durante la Primera Guerra Mundial, las potencias coloniales francesa y británica acordaron repartirse los despojos de este antiguo imperio, que había elegido el bando de Alemania. Los acuerdos Sykes-Picot, firmados en 1916, establecían que los territorios correspondientes a las actuales Siria y Líbano pasarían a control francés, mientras que Irak y la actual Jordania pasarían a los británicos, y Palestina sería considerada zona internacional. Estos acuerdos, concluidos a espaldas del pueblo y destinados a permanecer en secreto –fueron los bolcheviques quienes los hicieron públicos nada más llegar al poder en octubre de 1917–, fueron confirmados a grandes rasgos en 1920 en la conferencia de San Remo, una de las numerosas reuniones organizadas por las potencias vencedoras al término del conflicto.
Francia y Gran Bretaña se adjudicaron estos nuevos Estados, incluida Palestina, mediante mandatos otorgados por la Sociedad de Naciones, precursora de la ONU, con la misión de conducirlos a la independencia cuando se dieran las condiciones adecuadas, es decir, ¡lo más tarde posible! Hasta entonces, esos mandatos les daban derecho a establecer allí su administración y a desplegar tropas. Para afirmar su dominio, las potencias mandatarias enfrentaron a unas poblaciones con otras, lo que provocó enfrentamientos interminables. La oposición suscitada por las autoridades británicas entre judíos y árabes en Palestina condujo a su partición y al conflicto árabe-israelí que aún hoy ensangrienta Oriente Próximo.
El período del mandato francés
Por su parte, las autoridades francesas empezaron por dividir el territorio bajo su mandato en dos Estados: Líbano y Siria. Dentro de cada uno de estos estados, favorecieron a determinadas minorías religiosas para ganarse su apoyo. En Siria, donde la mayoría de la población era musulmana suní, se concedió durante unos años la administración autónoma a los alauitas, minoría del islam chií, que representaban menos del 10% de la población, y a los drusos, que constituían menos del 5% de la población. Otro territorio autónomo, el Sanjacado de Alejandreta, situado en el norte, en la frontera con Turquía, albergaba una población muy diversa, incluida una gran minoría de habla turca. Como muestra del desprecio de las autoridades francesas hacia otros pueblos, en 1939 este territorio fue cedido sin más a Turquía, cuya buena voluntad buscaba el imperialismo francés en vísperas de la Segunda Guerra Mundial. Esto provocó el exilio de una parte de la población, en particular de 15.000 armenios, legítimamente preocupados por la perspectiva de encontrarse bajo administración turca.
Las autoridades francesas se apoyaron en la gran clase feudal, propietaria de la mayoría de las tierras y que tenía motivos para temer las movilizaciones anticoloniales de las masas de aparceros del campo. A partir de 1920 estallaron revueltas periódicas en todas las regiones, incluidas las zonas drusas que la administración decía favorecer. El ejército francés reprimió estas revueltas sin piedad, bombardeando incluso la capital, Damasco, en 1926. Tras una nueva oleada de levantamientos en 1936, el gobierno francés se vio obligado a negociar un tratado por el que se reconocía la independencia de Siria. Sin embargo, el gobierno de Frente Popular, que defendía los intereses coloniales de Francia, se negó a someter el tratado a votación en la Asamblea Nacional, y el tratado quedó en papel mojado. Hasta 1941, esta independencia no fue reconocida por el representante de De Gaulle, que buscaba entonces el apoyo de las poblaciones sometidas a la dominación colonial francesa. En realidad, no había renunciado a mantener la presencia del imperialismo francés en la región y, al final de la Segunda Guerra Mundial, De Gaulle trató de imponer al nuevo Estado sirio un tratado que lo habría mantenido bajo su dominio. Este intento de prolongar, de forma encubierta, el Mandato anterior a la guerra provocó una revuelta, que las tropas francesas fueron incapaces de doblegar, a pesar de la violencia de la represión y de un nuevo bombardeo de Damasco en 1945.
Debilitado por la Segunda Guerra Mundial, bajo la presión de la movilización popular y de Estados Unidos, nueva potencia dominante en la región, el imperialismo francés se vio finalmente obligado a poner fin a su presencia. Los últimos soldados franceses evacuaron Siria en abril de 1946.
El movimiento comunista en Siria
En esta región, que ha conocido numerosas revueltas, existió desde muy pronto un movimiento comunista que intentó, en sus primeros años de existencia, vincular la lucha contra el imperialismo a la de los trabajadores urbanos y rurales por su emancipación. La Revolución rusa de 1917 había suscitado un gran entusiasmo y, al hacer públicos los acuerdos Sykes-Picot, el Estado soviético había ganado una gran credibilidad entre todos aquellos que querían comprometerse en la lucha anticolonial.
En 1925 se formó el Partido Comunista de Siria y Líbano (PCSL) mediante la fusión de grupos comunistas formados en años anteriores. Al adoptar este nombre, el partido señalaba su oposición a la política de balcanización del imperialismo. En una plataforma adoptada en un congreso conjunto en 1931, el PCSL y el Partido Comunista de Palestina afirmaron su determinación de librar su lucha contra el imperialismo en todo el mundo árabe. El texto concluía: "Los comunistas dirigen la agitación por la unidad nacional en forma de una federación panárabe de obreros y campesinos.
Desgraciadamente, el partido fue incapaz de aplicar esa política. La estalinización de la Internacional Comunista en los años 30 la convirtió en un instrumento dócil de la diplomacia burocrática soviética. El PCSL se vio obligado a adoptar una actitud conciliadora hacia el gobierno de Frente Popular para preservar la alianza franco-soviética.
En 1947, el PC apoyó la resolución de las Naciones Unidas sobre la partición de Palestina, a favor de la cual había votado la Unión Soviética. Esta posición le costó al PC gran parte del crédito que había ganado en años anteriores gracias a la valiente actitud de sus militantes.
De la independencia siria a la unificación con Egipto
En la nueva Siria independiente, el ejército desempeñó muy pronto un papel central. Formado por la administración francesa para sofocar las revueltas, fue reclutado principalmente entre las minorías, en particular los alauitas. Su importancia se vio reforzada por el hecho de que, en 1948, Siria se vio envuelta en la primera guerra árabe-israelí. Su derrota puso de manifiesto la corrupción y la bancarrota de los partidos entonces en el poder, vinculados a notables y a los diversos clanes de grandes terratenientes. Apoyándose en el profundo descontento popular, los jefes del ejército derrocaron al Presidente de la República y al gobierno sin apenas oposición. Este golpe de Estado de marzo de 1949 fue el primero de una larga serie que marcaría regularmente la vida política del país durante los años siguientes.
Para encontrar apoyo entre la población, las facciones que se disputaban el poder recurrieron cada vez más a las ideas nacionalistas panárabes que, tras la Segunda Guerra Mundial, habían encontrado un fuerte eco en todo Oriente Próximo. Para las clases trabajadoras, este panarabismo representaba la esperanza de que el fin del Mandato condujera a un final real de la desigualdad y la opresión. Este movimiento quería desafiar las fronteras heredadas del colonialismo para aflojar las garras del imperialismo y permitir un auténtico desarrollo. Entre la pequeña burguesía y el ejército, el panarabismo expresaba la aspiración a competir con las potencias imperialistas por una mayor parte de la riqueza producida por la explotación de sus recursos y de su pueblo. Además, en este periodo de guerra fría entre los dos bloques, los dirigentes nacionalistas podían intentar escapar a la presión de Estados Unidos recurriendo a la URSS. Ya en 1956, Siria se benefició de la ayuda militar soviética, y al año siguiente se firmó un primer tratado comercial con la URSS.
El régimen que mejor ilustró esta evolución fue el del dirigente egipcio Gamal Abdel Nasser, que llegó al poder en 1952 con el grupo de los "oficiales libres", que habían derrocado a la monarquía sumisa a Gran Bretaña. En julio de 1956, Nasser nacionalizó el Canal de Suez, que hasta entonces había sido propiedad de una empresa privada occidental. Se enfrentó entonces a una expedición militar franco-británica, apoyada por tropas israelíes. Ante la oposición conjunta de Estados Unidos y la Unión Soviética, Francia y Gran Bretaña tuvieron que detenerla.
Nasser salió airoso de esta prueba de fuerza, ganando una inmensa popularidad y erigiéndose en paladín de la unificación de la nación árabe. En 1958, buscando beneficiarse de parte de la popularidad de Nasser, los dirigentes sirios concluyeron un tratado de unión con Egipto, dando origen a la República Árabe Unida. Muy pronto, esta unificación pareció ser una forma de que Egipto se hiciera con el control del Estado sirio. Esta unión, realizada en beneficio exclusivo del Estado egipcio, suscitó una creciente oposición en el seno de las clases dirigentes sirias. En 1961, un nuevo golpe de Estado restauró la independencia de Siria.
De la toma del poder por el Baaz a la de Hafez al-Assad
La imposibilidad de lograr la unidad con Egipto favoreció el ascenso del Baaz (regeneración en árabe). Creado en 1943 en Líbano, pretendía ser panárabe y socialista. Defensor de la unidad árabe, el Baaz estaba presente en varios Estados de Oriente Próximo, estando sus dos ramas principales en Siria e Irak.
En estos dos últimos países, a partir de los años 60, los golpes de Estado llevaron al poder a oficiales influidos por las tendencias más “socialistas” del Baaz, es decir, partidarios de una mayor intervención del Estado en la economía, indispensable para compensar la debilidad de las clases dirigentes y su incapacidad para desarrollar su país. Pero cuando se hicieron cargo de Siria e Irak, y a pesar de su proclamado panarabismo, los dirigentes baazistas no hicieron ningún intento de unificar ambos países. Actuaron como representantes de los intereses de sus clases dirigentes, cuyo destino y privilegios estaban ligados al mantenimiento de sus fronteras y de su propio aparato estatal.
En ambos países se produjo una evolución similar, que llevó a los militares a asumir un control cada vez mayor del Baaz, transformándolo en un instrumento de control de la población. Dentro del ejército, el poder se concentró en manos de uno de sus líderes, Saddam Hussein en Irak y Hafez al-Assad en Siria, que establecieron una dictadura personal que puso fin a la inestabilidad política crónica de los años anteriores.
La dictadura del clan Assad
En noviembre de 1970, el ministro de Defensa, Hafez al-Assad, no se contentó con eliminar a sus rivales, como había ocurrido en anteriores golpes de Estado. Afirmando su determinación de aplicar lo que denominó un “movimiento correctivo” de la revolución, llevó a cabo importantes reorganizaciones institucionales destinadas a transformar el Baaz en una organización que controlara todos los ámbitos de la vida social y cultural. En 1972, se creó bajo su hegemonía un Frente Nacional Progresista. Para tener existencia legal, los partidos tenían que unirse a esta organización y prometer así su lealtad al gobierno. Hafez al-Assad, que era a la vez Presidente de la República y Secretario General del Baaz, tenía en sus manos todos los resortes del poder. Pero, sobre todo, todas las administraciones estaban a su vez bajo la vigilancia de los servicios de seguridad interior, el Mujabarat, de siniestra reputación, que podía detener arbitrariamente, torturar y asesinar a opositores y a cualquiera que expresara la más mínima crítica.
Como casi todos los demás partidos políticos, el Partido Comunista se unió al Frente, apoyando al régimen pero sin librarse de la represión. En desacuerdo con este apoyo al régimen, algunos de sus activistas acabaron separándose en 1976, dando lugar a un segundo Partido Comunista, que se vio obligado a pasar a la clandestinidad.
Cuando llegó al poder, Hafez al-Assad buscó el apoyo de la pequeña burguesía, que quería “menos socialismo”, es decir, menos control estatal, para desarrollar sus negocios y tener un acceso más libre a los bienes de consumo importados. Con el paso de los años, la intervención del Estado en la economía se redujo considerablemente. Pero las empresas privadas que se desarrollaron siguieron dependiendo de la financiación pública y, sobre todo, la mayoría de las veces estaban controladas por los clanes que dominaban el aparato del Estado y, cada vez más, por la familia Assad.
Relaciones conflictivas con el imperialismo
En el exterior, el régimen sirio siguió afirmando su independencia frente al imperialismo. Pero también trató de restablecer las relaciones con Estados Unidos, que se habían visto comprometidas por la política de acercamiento a la URSS aplicada en los años anteriores.
En el marco de las negociaciones que siguieron a la guerra del Yom Kippur de 1973, que enfrentó de nuevo a los Estados árabes con Israel, los diplomáticos sirios estuvieron en contacto directo con Kissinger, entonces Secretario de Estado estadounidense. Éste apreciaba lo que llamaba el pragmatismo de Hafez al-Assad, con quien se reunió varias veces y al que describió como el “Bismarck de Oriente Próximo”. Este acercamiento dio lugar a una visita a Damasco de Nixon, entonces presidente de Estados Unidos.
La guerra civil que estalló en Líbano en 1975 también dio a Assad la oportunidad de demostrar su utilidad para el imperialismo. En 1976, el ejército sirio intervino en la guerra civil libanesa contra las milicias palestinas y de izquierda que parecían capaces de derrotar a la extrema derecha falangista.
Al intervenir en Líbano, donde mantendría tropas hasta 2005, y al apoyar allí a Hezbolá, el régimen sirio quería tanto defender sus propios intereses como demostrar a las grandes potencias que era indispensable para defender el statu quo en la región. En 1991, durante la primera guerra del Golfo, la demostración fue aún más clara cuando Assad apoyó la intervención estadounidense contra Irak, que había querido apoderarse de Kuwait.
Pero el régimen sirio también fue capaz de afirmar su independencia frente al imperialismo. En 2003, se negó a apoyar la invasión de Irak. Como represalia, Estados Unidos adoptó en mayo de 2004 un conjunto de sanciones económicas que prohibían la mayoría de las exportaciones a Siria, con excepción de alimentos y medicamentos, en particular los productos que contuvieran más de un 10% de componentes fabricados en Estados Unidos.
A través de intermediarios, el régimen sirio consiguió eludir algunas de estas sanciones, pero esto encareció las importaciones. Así, por ejemplo, el gobierno francés, que quería vender aviones Airbus a Siria, se vio obligado en varias ocasiones a solicitar una autorización especial a la administración estadounidense... sin obtenerla nunca.
La “política árabe” del imperialismo francés
Los gobiernos franceses no escatimaron esfuerzos para establecer relaciones privilegiadas con el régimen sirio siempre que tuvieron ocasión.
Mitterrand no condenó la represión del régimen contra la revuelta de Hama de febrero a marzo de 1982, en la que barrios enteros fueron arrasados y murieron entre 15.000 y 25.000 personas. Al contrario, fue el primer jefe de Estado francés que visitó Damasco, el 21 de octubre de 1984. Pero no fue el último en visitar la capital siria.
En 2000, Chirac fue el único jefe de Estado occidental que asistió al funeral de Hafez al-Assad. Cuando su hijo Bashar al-Assad le sucedió al frente de Siria, Chirac le propuso establecer un teléfono rojo, es decir, una línea telefónica directa que le permitiera llamar al dictador sirio todos los viernes por la mañana. Un año después de su elección, en 2008, Sarkozy invitó a Bashar al-Assad a asistir al desfile del 14 de julio, y en septiembre él también emprendió su camino a Damasco.
Este activismo diplomático dio sus frutos a varios grandes grupos franceses. Cuando Bashar al-Assad quiso equipar a la Guardia Presidencial, su guardia pretoriana, con una red GSM, Alcatel consiguió un contrato con la Seguridad Nacional. Alcatel también suministró un nuevo sistema de comunicaciones para los aviones de combate sirios. La gestión y ampliación de la terminal del puerto de Latakia, en julio de 2009, se confió al grupo marsellés CMA CGM. Y en el sector petrolero, que aporta más de la mitad de los recursos presupuestarios de Siria, estaba Total.
El régimen sacudido por la “primavera árabe” de 2011
Esta política de apertura económica a los capitalistas occidentales y el parasitismo de la clase dirigente fueron pagados por la población, a la que el Estado impuso sacrificios. El régimen, profundamente corrupto y que reprimía toda oposición, era cada vez más rechazado.
En vísperas de las primeras manifestaciones de la Primavera Árabe, al igual que en otros países de Oriente Medio y el Norte de África, la situación social se había vuelto explosiva. Se calcula que en Siria el 30% de la población vivía por debajo del umbral de la pobreza y una cuarta parte estaba en paro.
Al silenciar a la oposición laica no baasista, o al darle poco espacio, la dictadura de Assad había favorecido en la práctica a las corrientes musulmanas fundamentalistas. Mientras que la organización islamista de la Hermandad Musulmana había sido desarticulada por la feroz represión de principios de los años ochenta, el régimen había tolerado las redes organizadas en torno a las mezquitas, en particular las asociaciones de ayuda a los más pobres, que tenían la ventaja de suplir las carencias del Estado en este ámbito. Así, cuando estallaron las primeras manifestaciones en febrero de 2011, la influencia de los grupos islamistas no tardó en ser significativa.
Enfrentado a una represión muy violenta por parte de las autoridades, el movimiento desembocó en una guerra civil que enfrentó al ejército leal al régimen con las milicias, en las que los movimientos yihadistas desempeñaron un papel preponderante.
Tras una vacilación inicial, las grandes potencias denunciaron la represión del régimen. El gobierno francés tuvo que poner fin a las relaciones que se habían desarrollado durante los años anteriores. Pero los dirigentes occidentales, sobre todo los de Washington, se mantuvieron extremadamente prudentes, preocupados por la inestabilidad que podría provocar el derrocamiento del régimen. Su política consistía en dejar que las potencias regionales, Turquía, Arabia Saudí y Qatar, intervinieran en Siria a través de milicias rivales.
El caos resultante permitió la aparición de la organización Estado Islámico, Dáesh, que logró hacerse con el control de parte de Siria, después de haberlo hecho en Irak. Estados Unidos formó entonces una coalición militar contra la organización yihadista y, en esta lucha, el régimen sirio se convirtió en un aliado de facto. Después, aunque denunciaron la intervención de Rusia, los dirigentes occidentales se sintieron en realidad aliviados al ver que Rusia les prestaba apoyo militar a partir de 2015.
Tras el aplastamiento de Dáesh, parecía haberse instalado una cierta estabilidad, basada en un equilibrio de poder que llegó a su fin con la caída de Bashar al-Assad. La rapidez con la que se derrumbó el régimen demuestra que fue abandonado por su ejército, que no ofreció ninguna resistencia al avance de las milicias de HTS. Todos los testimonios hablan de soldados exhaustos, mal alimentados y mal equipados. Trece años de guerra acabaron con el régimen.
Tras la caída de la dictadura de Assad
La coalición ahora en el poder en Damasco está dirigida por la milicia HTS, heredera del Frente al-Nosra, rama siria de Al Qaeda. Apoyada por Turquía, pudo establecer un poder relativamente estable en la región en torno a Idlib, en el noroeste de Siria, donde se habían reagrupado las milicias rebeldes. Su “gobierno de salvación” reprimió a los manifestantes, encarceló a los opositores y creó una policía religiosa. Pero su líder, el jefe del HTS, Ahmed al-Charaa, que hasta hace poco se hacía llamar Abu Mohammed al-Joulani, su nombre de guerra yihadista, también habría moderado en ocasiones el ardor represivo de las milicias islamistas. También ha conseguido integrar en sus filas a algunas tropas de la oposición laica.
Ahora sabemos, según los propios ejecutivos de HTS, que su ofensiva llevaba en proyecto un año, durante el cual se aseguraron la neutralidad más o menos benévola de Estados Unidos, Arabia Saudí, Rusia e incluso Israel.
Desde la formación del nuevo gobierno, la preocupación de las grandes potencias es que la transición política desemboque en la instauración de un Estado estable y fiable desde el punto de vista de sus intereses. Para demostrar que ha cambiado, que ya no es un yihadista extremista, al-Charaa, a la cabeza del nuevo gobierno de Damasco, ha abandonado su nombre de guerra, se ha recortado la barba y ha sustituido su chaqueta militar por un traje más acorde con la imagen de un jefe de Estado.
Pero aunque la transición política en Damasco ha sido relativamente ordenada por el momento, nada hace pensar que vaya a ser igual en todo el país, que sigue dividido en territorios administrados por aparatos políticos y militares rivales patrocinados por potencias regionales rivales. Turquía interviene militarmente en el norte contra los kurdos, mientras que Israel ha llevado a cabo una campaña de bombardeos destinada a destruir la infraestructura militar siria. Al haber ampliado la parte del territorio sirio que ocupa desde los Altos del Golán, el ejército israelí puede penetrar más fácilmente. El propio Estados Unidos ha bombardeado zonas de Siria todavía controladas por Dáesh.
Los dirigentes del imperialismo ponen así bajo vigilancia al nuevo régimen. No es la condición de las minorías la que les preocupa, contrariamente a lo que afirman. Esperan que los nuevos amos de Damasco garanticen la estabilidad y se muestren responsables del orden imperialista en la región. Los diplomáticos occidentales preferirían que el nuevo régimen sirio fuera más presentable que el de los talibanes en Afganistán. Pero seguramente no serán demasiado quisquillosos, como tampoco lo son con la muy reaccionaria monarquía saudí, que encarcela y asesina a sus opositores y pisotea los derechos de las mujeres.
La única certeza es que los pueblos no tienen nada que esperar de las potencias imperialistas. Durante todo el tiempo que han intervenido en la región, han reprimido revueltas populares y apoyado regímenes opresivos que servían a sus intereses. No han dejado de sembrar la división entre los pueblos, han enviado a sus ejércitos a sembrar la muerte y la devastación, han acabado con décadas de desarrollo en Irak y han contribuido a sumir en el caos a todos los países vecinos. En Siria, como en el resto de Oriente Próximo, la única esperanza puede venir de los trabajadores y los explotados, y de su lucha para acabar con los regímenes burgueses corruptos y la dominación imperialista.
15 de enero de 2025