Ucrania lleva mucho tiempo siendo uno de los regímenes más corruptos del mundo, aunque la prensa ya no habla de ello desde que las potencias occidentales mueven abiertamente sus fichas allí contra Rusia.
Ya no se comenta que el jefe de Estado ucraniano, Volodymyr Zelensky, actor y sobre todo empresario del espectáculo que posee empresas en paraísos fiscales, fue elegido presidente en 2019 con el apoyo financiero de uno de los principales oligarcas del país, Igor Kolomoysky.
Introducido en política por uno de los padrinos del mundo de los negocios, y de la mafia según la justicia de varios países, Zelensky no destaca en la galería de los líderes de Ucrania de los últimos treinta años. Y ello a pesar de que, como parte de su propaganda, Estados Unidos, Francia, Alemania, etc., lo hayan convertido en un nuevo David frente al Goliat ruso y lo presenten como un luchador por la libertad en su batalla contra la Rusia de Putin.
Entre contradicciones y polos opuestos
Desde la disolución de la Unión Soviética a finales de 1991, los gobernantes de Ucrania han navegado constantemente entre imperativos contradictorios. Se rompieron los lazos con el resto de la URSS, y primero con Rusia. Pero la economía ucraniana -herencia de la economía soviética construida y funcionando como un todo durante más de setenta años- no podía prescindir de proveedores y de salidas en Rusia. Los líderes y empresarios ucranianos podían jurar su compromiso con una economía impulsada por la búsqueda de beneficios capitalistas, pero esto no cambiaba la realidad.
Un aspecto que dice mucho de esta realidad es el hecho que los Estados imperialistas se negaron a abrirse a los pocos productos ucranianos que pudieran exportarse a ellos. Y sus capitalistas no se apresuraron a "invertir" en Ucrania, si no a acaparar lo que pudieran. Como sólo podían esperar migajas colectivamente, los burócratas-empresarios locales tuvieron que conformarse, al igual que sus homólogos rusos que se enfrentaron a la misma realidad del mundo capitalista.
Así, quienes se hicieron con empresas durante la privatización, y sólo los más afortunados pudieron convertirse en magnates de los negocios, los oligarcas, trataron de proteger sus vínculos y tratos con sus homólogos rusos. Esto fue así incluso durante los numerosos y a veces bruscos cambios en la dirección del Estado.
Con las convulsiones políticas que han sacudido el país -en 2004 con la "Revolución Naranja", en 2014 con los llamados sucesos de Maïdan- el poder ucraniano, ya desgarrado por todos lados, se ha debilitado aún más. En las provincias, las autoridades, en manos de oligarcas que a veces mantienen grupos paramilitares, sólo reconocen formalmente la autoridad de Kiev. A nivel central, incluso los políticos más atraídos por Occidente siguieron jugando a ambos lados de la valla, como la primera ministra Yulia Timoshenko en 2004, que había hecho una fortuna con el tráfico de gas a gran escala con Rusia, y Poroshenko, un empresario con una fuerte presencia en Rusia, que fue llevado al poder en 2014 en una especie de golpe de Estado respaldado por Estados Unidos. Querían cuidar a su relación con Moscú mientras hacían propuestas políticas a Occidente. Sin mucho éxito: las peticiones incumplidas para que Ucrania ingrese en la Unión Europea no datan del conflicto actual, sino que se remontan al menos a 2004.
Por supuesto, a lo largo de los últimos treinta años, a través de las presidencias de Kravchuk, luego Kuchma, Yushchenko, Yanukovich, Poroshenko y ahora Zelensky, el equilibrio entre estos dos polos de atracción en la política ucraniana en la cima ha fluctuado. En los últimos años, esto ha ido en detrimento de Moscú, ya que la presión occidental aumentó con el suministro de armamento moderno y asesores militares, así como con el aumento de la "ayuda financiera", que ha llevado Kiev a endeudarse con Occidente. De hecho, Ucrania está permanentemente al borde de la quiebra. Es el resultado de la decadencia y la corrupción del aparato estatal y del saqueo de los recursos locales por parte de burócratas, oligarcas y grandes grupos occidentales. El empeoramiento de la crisis mundial se suma a esta deuda para asfixiar el país y arrojar a la miseria su población.
Militarización y veneno nacionalista
Si la guerra de Putin ha provocado la huida masiva de ucranianos, hace años que otros millones han abandonado su país para buscarse la vida en el extranjero, especialmente en Polonia. Por supuesto, los medios de comunicación occidentales no lo mencionan. Prefieren enseñar niñas en el metro de Kiev a las que sus madres piden en ruso que canten el himno nacional en ucraniano, o a gente emocionada con la patria ucraniana.
A falta de poner de rodillas al gobierno ucraniano, Putin le habrá hecho un gran servicio: sus bombardeos, su cinismo y su desprecio por la vida, incluida la de los rusoparlantes a los que decía "salvar del genocidio", habrán unido -esperemos que sólo por poco tiempo- a la población ucraniana detrás de "sus" líderes como nunca antes. Y ello a pesar de todo lo que han sufrido y siguen sufriendo de ellos, y que hace que sean llamados regularmente a apoyar a un recién llegado a la cabeza del poder, cada vez que su predecesor, habiéndose desacreditado demasiado, ha cosechado lo único que no robó: su destitución por la calle.
El gobierno de Kiev intenta hacer olvidar todo esto, aprovechando la oportunidad que ofrece la intervención militar de Putin. Así, pudo declarar una movilización general. Los recalcitrantes han sido detenido en la calle o en sus casas. Las autoridades también organizaron, según ellas, hasta un millón de hombres y mujeres en grupos de defensa territorial. A Zelensky, Biden y Macron, no les importa que estas tropas no estén a la altura del blindaje de Putin. Su existencia y su muerte contribuyen a unir a los pobres y a los ricos, a los trabajadores y a los que los explotan, a lo que los opresores llaman el pueblo, detrás de los que lo mantienen a raya.
Pierre LAFFITE