La huelga de las minas de cobre había cesado a comienzos de julio. Pero, antes de acabar el mes, los camioneros tomaron el relevo declarándose de nuevo en huelga. Tenderos, médicos y demás profesiones liberales hicieron lo mismo.
Los comandos de Patria y Libertad reanudaron sus atentados. Un colaborador directo de Allende fue asesinado. Las acciones terroristas y los sabotajes se extendían por todo el país y su número aumentaba a medida que pasaban las semanas (en agosto, alcanzaron un promedio de uno por hora). Los muertos se contaban por docenas.
Paralelamente y al amparo de la ley de control de armas votada en octubre de 1972, los destacamentos militares se dedicaban a registrarlo todo, los locales de los partidos de izquierda y de los sindicatos, las fábricas, las granjas, las escuelas, las universidades, los barrios obreros. Registraban por todas partes, menos del lado de los grupos fascistas.
Una de estas operaciones ha sido relatada de la siguiente manera:
"En Punta Arenas, una ciudad de unos 70.000 habitantes, en la mañana del 4 de agosto, unos 800 hombres rodearon el barrio industrial (...) Para una operación de rastreo en ocho fábricas, llevaban tanques y metralletas con la bayoneta calada. Un avión militar sobrevolaba el sector (...) Durante la operación, los oficiales obligaron a los trabajadores a sufrir, uno a uno, un interrogatorio intensivo apuntándoles con su metralleta. Pedían los nombres y direcciones de los líderes sindicales, sus ideas políticas y los nombres de los dirigentes de los cordones".
En su libro "Critica de la Unidad Popular", Felipe Rodríguez resume esta cuestión diciendo:
"La aplicación de la Ley de control de armas significaba entregar en manos de uno de los contendientes -Derecha golpista y oficiales conspiradores- la cobertura jurídica e institucional para desarmar al otro".
De hecho, para los militares encargados de aplicar dicha ley, estas operaciones formaban parte de la preparación del golpe. Les permitían intimidar y, al mismo tiempo, obtener la seguridad de que los trabajadores no tenían armas, así como recuperar todas las que podían encontrar.
Constituían, en fin, una especie de ensayo general que les permitía descubrir las reticencias que podían existir en el seno del propio ejército respecto a la situación de franca conspiración en que se encontraban tanto el ejército como la armada.
Concretamente, esto se tradujo en el desmantelamiento de la red de información puesta en pie por los marineros, un centenar de los cuales fueron detenidos y salvajemente torturados por sus oficiales, que no les perdonaban haber puesto al descubierto sus actividades conspirativas y querían obligarles a denunciar públicamente a los dirigentes de los partidos de izquierda con los que habían mantenido contactos (Carlos Altamirano, el secretario general del PS; Garrretón, el dirigente del MAPU, y Miguel Enríquez, responsable del MIR) con el fin de poder acusarles de haber intentado fomentar un amotinamiento en el ejército.
En realidad, los golpistas actuaban ya como si estuvieran en un país conquistado y eran los hombres leales al gobierno quienes eran detenidos, torturados y encarcelados a la vista de todo el mundo.
¿Que hizo Allende ante esta situación?. Nada nuevo. Siguió declarándose solidario con las posiciones del Estado Mayor.
Permitió que la justicia militar acusara a los marineros de "haber faltado a su deber militar" y llegó hasta a presentarlos como izquierdistas manipulados por la extrema derecha. La marina, por su parte, se atrevió a entablar diligencias contra los tres dirigentes de los partidos de izquierda y a pedir la supresión de la inmunidad parlamentaria de Carlos Altamirano.
Garcés, el consejero personal del presidente, relata que Allende pidió al ministro de Asuntos Exteriores que tratara de:
"convencer a Altamirano de la necesidad de enfrentarse personalmente a la acusación, sin poner por delante la responsabilidad del PS y sin poner en peligro las relaciones entre la marina y el gobierno. Con ese fin, le aconsejó renunciar provisionalmente a sus funciones de secretario general y a esforzarse en clarificar el alcance real de las acusaciones de que era víctima".
El 9 de agosto, Allende volvió a llamar a los militares a participar en el gobierno. Los trabajadores quedaron sorprendidos y desorientados. Pero, esta vez, la presencia de militares-ministros no calmó la agitación de las clases medias. Por lo demás, el ministro de Transportes, general Ruiz, se negó rotundamente a intervenir contra los transportistas.
Allende tuvo que cesar a su ministro el 18 de agosto, nueve días después de haberlo llamado al gobierno, relevándole al mismo tiempo como Jefe del Ejército del Aire; pero, en compensación, revocó al socialista subsecretario de Transportes por haberse atrevido a pedir ayuda al ejército contra los huelguistas.