En Escocia se está celebrando la 26 Cumbre del Clima, dónde acuden representantes, de “alto nivel” de todas las partes del mundo para acordar compromisos por la lucha climática. Estas Cumbres son –según los medios- oportunidades para que los diferentes países asuman que hay que cuidar el planeta y establecer objetivos de descarbonización, así como coordinar acciones contra el calentamiento global del planeta, para que no suba mas de 1,5ºC respecto a los niveles preindustriales, el límite marcado por los científicos que estudian el tema.
Con gran parafernalia se reúnen casi 200 países a través de su representación, ministros, observadores, sindicatos, empresas, gobiernos locales…
Finalizarán sus debates el 12 de noviembre y mucho nos tememos que será otro episodio de “más de lo mismo”: los acuerdos a los que se lleguen serán manifiestamente insuficientes.
Sólo hay que mirar hacia atrás y comprobar cómo en cada Cumbre se llega a acuerdos bajo mínimos; en las últimas negociaciones de la Cumbre anterior, por cierto celebrada en Madrid aunque presidía Chile cuyas calles estaban llenas de protestas, los distintos países se dotaron como objetivo financiar anualmente con 100.000 millones de dólares una reserva verde destinada a que los países más vulnerables ante la crisis climática puedan luchar contra inundaciones, sequías o inseguridad alimentaria, entre otras, consecuencias del calentamiento global. Pues entre tantos países reunidos tan sólo 89 millones de dólares anuales fueron dotados. La propia Cumbre costó realizarla 50 millones de euros, y algún que otro político se vanaglorió de ser una de las Cumbres más austeras de las celebradas. Así pues, lo que dotaron entre todos, ni “para pipas”.
Tampoco hasta la actualidad los planes de descarbonización que los países han presentado hasta el momento son lo suficiente según los científicos consensuan; por todo ello hasta la ONU reconoce que de seguir así la Tierra subirá su temperatura 2,7ºC antes de que termine el siglo XXI.
Así que año tras año, promesas tras promesas, a la hora de la verdad son palabras que se las lleva el viento; grandes discursos, pequeños gestos.
Evidentemente está bien que los distintos países muestren su preocupación por el cuidado del planeta y cualquier medida que se tome supone un paso. Pero no nos engañemos, pues básicamente, en este sistema económico, no son los dirigentes políticos los que deciden cómo se producen los bienes esenciales, con qué coste medioambiental o social, sino los que poseen todos los medios de producción y transporte. Los capitalistas son los que verdaderamente deciden en este tema, como en otros, como la vivienda, el desempleo…
Los gobiernos pueden legislar y lo hacen, introducir normas más estrictas e impuestos adicionales, pero todas las decisiones que toman respetan la propiedad privada y los intereses de los industriales que representan. Sea cual sea la decisión de los dirigentes políticos, debe servir a los intereses de los capitalistas, si no –entre otras cosas- estos amenazan con irse a otro lugar y chantajean continuamente jugando así con la vida de los pueblos. De esta forma los capitalistas, los grandes grupos y multinacionales, en lugar de tener que pagar por preservar el medio ambiente, son continuamente subvencionados para que continúan produciendo, y todo ello con grandes sumas de dinero público. ¡Es una irracionalidad más de un sistema capitalista ávido por el beneficio aquí y ahora!
Para resolver el problema del calentamiento global, deben tomarse medidas reales y coherentes a escala mundial. Las ventajas e inconvenientes de cada tecnología deben evaluarse, no a muy corto plazo y en interés de unas pocas empresas privadas, sino a largo plazo, con vistas a toda la humanidad. Esto requiere un inventario de necesidades y una planificación de la producción. Significa poner fin a la competencia desenfrenada y a las locas leyes del mercado que engendran la especulación.
Para “salvar el planeta”, no hay otra solución que poner a los industriales bajo el control directo de los trabajadores y la población. El secreto empresarial e industrial debe ser abolido. Todo trabajador, sea cual sea su cargo o sus responsabilidades, debe poder hacer públicas, sin arriesgar su puesto de trabajo, todas las acciones peligrosas de las que tenga conocimiento. Esto sólo puede ser un primer paso antes de colectivizar a todos los grupos capitalistas para someterlos a un plan de producción común que satisfaga las necesidades de la población sin destruir el planeta y ahorrando al máximo los recursos.
Es urgente detener la catástrofe ecológica al igual que es urgente detener la catástrofe social. Ambas están vinculados y ambos requieren la misma intervención consciente de los trabajadores, que lo producen todo. Trabajadores para derrocar el poder de la clase capitalista.