"Inseguridad, inmigración"... Durante semanas, éstas han sido las únicas palabras en boca de los políticos de derecha y extrema derecha. Y el Gobierno, dirigido por Darmanin, las persigue, intentando desesperadamente que se apruebe su Ley de Asilo e Inmigración, a pesar de la bofetada que acaba de recibir en el Congreso de Diputados. Todo forma parte de una vil campaña contra los inmigrantes y los trabajadores en general.
Los trabajadores saben lo que significa la inseguridad. Y no sólo porque tengan que enfrentarse a la delincuencia y al tráfico de todo tipo. Lo saben íntimamente porque son proletarios.
¿Encontraré trabajo? ¿Con qué salario? ¿Podré seguir el ritmo? ¿Podré aguantar físicamente? ¿Conservaré mi empleo? Millones de trabajadores, sea cual sea su origen o su color de su piel, se plantean cada día estas preguntas.
Así es la vida de un proletario, incluso en el país rico que es Francia. Es la inseguridad permanente de estar sometido a las decisiones de un jefe o de accionistas invisibles. Es depender de los caprichos arbitrarios de un jefe para la formación, las fechas de las vacaciones, el permiso para salir y, a veces, para el derecho a trabajar con seguridad.
Significa ver cómo su salario aumenta menos rápidamente que la inflación y cómo desaparecen sus primas, sin otra explicación que el chantaje de la dirección: “¡Tómalo o déjalo!” Significa ver cómo sus derechos son atacados en cada renegociación de los convenios colectivos o cuando los grandes grupos son divididos y reestructurados.
Significa ser un peón en el gran juego de las finanzas y, como miles de empleados de Casino, Carrefour o Auchan, ser vendido o sacado del grupo para caer bajo la férula de directivos tanto más codiciosos cuanto que su actividad no es muy rentable. Cada dos o tres años, pasan a manos de otros jefes sin escrúpulos mediante licitaciones que empeoran las condiciones de trabajo.
A la inseguridad creada por la explotación en el trabajo y la competencia, se añade la inseguridad provocada por la explosión de los precios y el miedo a no poder llenar la nevera, mantener un mínimo de calefacción encendida o incluso encontrar un lugar donde vivir.
¿Se preocupará el Gobierno de los que ya no pueden pagar una mutua o de los que renunciarán a asegurarse porque los precios se disparan? Desde luego que no. El propio gobierno ataca los derechos de los trabajadores, los parados, los pensionistas y los enfermos. Así que sí, ¡cuanto más nos explotan, más nos pagan mal, más inseguros estamos!
Los trabajadores sin papeles, convertidos en chivos expiatorios de demagogos que ganan dinero con prejuicios racistas y xenófobos, lo saben muy bien. Además de estar sometidos a la dictadura patronal en las obras, en los almacenes o en las cocinas de los restaurantes, no tienen derechos ni forma de defenderse. Tienen que afear las paredes, esconderse y, si no quieren dormir en la calle, ponerse a merced de los mercaderes del sueño.
En los países pobres, miles de millones de mujeres y hombres tienen que luchar de la mañana a la noche para mantenerse con vida. Encontrar un poco de trabajo, hacer algún negocio, superar enfermedades, buscar agua y comida, escapar de bandas armadas, todo forma parte de la vida cotidiana. También forma parte la guerra que se extiende por todos los continentes y que nos amenaza también a nosotros, como anuncian todos los ruidos de botas.
Pero nunca oirán a Le Pen, Ciotti o Darmanin denunciar este tipo de inseguridad. ¡Y con razón! Es el funcionamiento normal de la sociedad capitalista que todos ellos defienden.
La inseguridad social y las guerras son creadas por el capitalismo, un sistema en el que el derecho a vivir depende del tamaño de la cartera. Son impuestas por la clase dominante, que prospera y garantiza su propia comodidad y seguridad y la de sus descendientes saqueando, explotando y enfrentando entre sí a los trabajadores de todo el mundo.
Para que la vida de los proletarios deje de decidirse por la ruleta rusa del mercado, la competencia, la especulación y las guerras entre bandidos capitalistas, es necesario derrocar el poder de la burguesía. Somos nosotros, los trabajadores del mundo, quienes hacemos funcionar la sociedad y creamos toda su riqueza. A nosotros nos corresponde dirigirla. Para librar esta lucha, debemos rechazar con todas nuestras fuerzas el veneno de la división que los políticos burgueses propagan en el mundo del trabajo.
Nathalie Arthaud
Editorial de los boletines de empresas del 11 de diciembre de 2023