Los 28 dirigentes de los Estados miembros de la Unión Europea han terminado por ponerse de acuerdo sobre el nombramiento de los puestos más importantes de su institución, nombrando a la ministra alemana de Defensa, Ursula von der Leyen, a la cabeza de la Comisión Europea y a Christine Lagarde, antigua ministra de Economía de Sarkozy, a la cabeza del Banco Central Europeo.
Por primera vez, son mujeres, se jactaba Macron de ello. Sin duda, pero se trata, sobre todo, de dirigentes de derecha totalmente partidarias de los intereses financieros. Y, además, el parto ha sido doloroso, a imagen de lo que es la Unión Europea: un agrupamiento de Estados rivales donde los más poderosos, Alemania y Francia, imponen el resultado de sus intrigas a los otros.
El plan inicial ha sido preparado cuidadosamente por Angela Merkel y Emmanuel Macron se ha venido abajo ante la oposición de varios dirigentes de países del Este y de Italia. Por una parte, porque este plan daba preferencia a los socialistas, dando la presidencia de la Comisión Europea a su jefe de filas, el holandés Timmermans, y esto no gustaba del todo a los dirigentes de extrema derecha tipo Salvini u Orban. Por otro lado, sencillamente porque poner palos en las ruedas del plan franco-alemán era una manera, para los dirigentes de estos países, de rechazar someterse al dictado de las grandes potencias.
El paso siguiente, Merkel y Macron lo han preparado mejor. Y, además de algunas concesiones, como apartar al representante socialista del puesto más codiciado, han debido encontrar argumentos de autoridad para acallar la contestación e imponer sus posiciones.
Los países capitalistas europeos tuvieron que constituir esta unión económica vital para sus grupos industriales y financieros por necesidad. Los grupos industriales franceses o alemanes no podían esperar rivalizar con sus competidores norteamericanos o asiáticos si solo tenían como única salida sus mercados nacionales.
Pero, desde que la idea de un mercado común europeo ha comenzado a convertirse en una realidad tras la Segunda Guerra mundial, este ha sido siempre un marco de rivalidades entre las grandes potencias europeas. Como decía con burla el diplomático estadounidense, Henry Kissinger: “¿Europa a qué número de teléfono hay que llamar?” En los tratados internacionales, los dirigentes europeos pretenden hablar en nombre de la Unión, en nombre de un gran mercado económico equivalente e incluso superior al de EE.UU. Incluso han creado puestos que supuestamente encarnan esta entidad, como la del presidente de la Comisión Europea. Pero no pueden superar sus rivalidades, y esto se manifiesta en las dificultades para nombrar al nuevo presidente y para cubrir otros puestos del mismo tipo. Y la crisis económica, atizando las rivalidades, actúa fuertemente en dirección de la desunión. El espíritu contestatario de los dirigentes de Europa del Este y de Italia es una expresión de ello; el Brexit también.
Sin embargo, unificar Europa es una necesidad. La interdependencia de las economías, a escala del continente europeo, se han convertido en una realidad. Los grandes grupos industriales han organizado su producción a escala continental. Muchas pequeñas y medianas empresas producen para todo el mercado europeo, e incluso más allá. Sin hablar del hecho de que los pueblos de Europa tienen una historia común desde hace siglos. Pero, para unificar Europa, será necesario que los trabajadores de todos los países del continente expropien a los grandes grupos industriales y financieros que les dominan, para hacer que desaparezcan las fronteras y las desigualdades sociales.