Lutte de classe [Lucha de clase], nº 193 (julio-agosto 2018)
Traducido del francés. Versión original:
El movimiento de 2016 contra la ley El Khomri, más recientemente el movimiento iniciado por los trabajadores del ferrocarril y particularmente la manifestación del 1 de mayo en París, puso de relieve lo que ahora se conoce como los black blocs.
Los black blocs no son un movimiento político, sino un método de organización dentro de las manifestaciones: estos “bloques negros” –al parecer, este nombre le fue dado por la policía alemana en los años ochenta-- están formados por unas decenas o cientos de militantes, vestidos de negro y con capucha, que se reúnen a la cabeza de las manifestaciones para enfrentarse a la policía y romper mobiliario urbano o escaparates.
La táctica del black bloc es uno de los modos de expresión de la llamada corriente autónoma, resultante del movimiento anarquista, que no es nada nuevo. Sin embargo, es nuevo su desarrollo relativo y, sobre todo, su atractivo para un segmento significativo de la juventud, del entorno sindical y de un cierto número de trabajadores, que quieren verlo como una perspectiva política o un método eficaz para hacer oír su voz.
Uno de los síntomas del interés suscitado por esta tendencia es el creciente éxito, desde el movimiento contra la ley El Khomri, a lo que se le ha dado el nombre de “cortejo de cabeza”: manifestantes desorganizados que optan por marchar delante de las procesiones sindicales. Según cifras de la policía, el 1 de mayo de 2018 había unas 14.000 personas en esta primera parte de la manifestación. El black bloc, al frente del cortejo de cabeza, estaba formado por unas 1.200 personas más o menos dispuestas a pelear.
Desde el 1 de mayo, esta práctica ha suscitado muchos debates en los círculos militantes, políticos y sindicales, donde algunos sienten simpatía por este movimiento autónomo y sus métodos, la mayoría de las veces con el pretexto de que “al menos van a la lucha y actúan directamente”.
Los síntomas de un retroceso
La relativa radicalización de algunos jóvenes, su deseo de luchar contra la policía, su rabia, como dicen en sus publicaciones, todo esto es obviamente comprensible. El cinismo y el desprecio de un Macron, la agresividad con la que los sucesivos gobiernos destruyen las conquistas sociales del pasado, la soberbia de una patronal convencida de que ha llegado el momento de poner fin a la noción misma de derechos sociales, y el profundo declive de esta sociedad capitalista, todo ello provoca la revuelta de un cierto número de jóvenes y mayores, y no hay razón para lamentarlo.
Del mismo modo, es comprensible que muchos trabajadores, especialmente en los círculos sindicales, ya no puedan soportar las blandas manifestaciones organizadas por las centrales sindicales, donde la música ensordecedora ha sustituido a los eslóganes y donde el mojito es más fácil de encontrar que la cólera de la protesta. Y, por encima de todo, muchos trabajadores que desean resistir a la vasta operación de destrucción social en curso no ven ninguna perspectiva en la política propuesta por las centrales sindicales. Y no pueden verlo, porque no hay ninguna, y ha estado sucediendo durante décadas. En un artículo fechado el pasado 27 de mayo, el periódico Le Monde daba así voz a un cierto número de militantes sindicales atraídos “por la radicalidad del cortejo de cabeza”, escribe el autor del artículo, que evidentemente nunca se ha encontrado con una radicalidad mayor que la de dos paradas de autobús rotas. Un militante de la CGT, citado en el mismo artículo, explica por ejemplo: “Desde las “ordenanzas Macron”, por más que protestemos no nos echan cuenta. Tenemos la impresión de que el sindicalismo ya no pesa. Esta acción directa [del black bloc] tiene un lado catalizador del hartazgo que sentimos.” Este sentimiento es minoritario –muchos más manifestantes se mostraron conmocionados por el comportamiento de los autónomos el 1 de mayo–, pero existe y se está desarrollando.
El papel de los revolucionarios no es hacer sociología y simplemente entender las motivaciones de uno u otro, ya sean los que votan por Le Pen o los que simpatizan con los black blocs. Es proponer perspectivas políticas para cambiar la sociedad. Y, desde este punto de vista, afirmamos claramente que los métodos de acción de los autónomos, como las ideas políticas que los guían, no sólo son estériles e ineficaces, sino que son la marca de un profundo desprecio y son, por muchas razones que queremos detallar aquí, la antítesis de las ideas comunistas que defendemos. Más allá de la agitación de los pocos cientos de personas agitadas que se pelearán con la policía a la cabeza de las manifestaciones, la simpatía de la que gozan entre un número creciente de activistas es un síntoma adicional del profundo retroceso que está golpeando a la sociedad hoy en día.
Una corriente que no es nueva
La corriente autónoma nació en Italia en la década de 1970. Marcados por ideas anarquistas libertarias, hostiles a cualquier forma de organización y partidarios de la acción directa en la calle, una parte del movimiento autónomo italiano teorizó la práctica del sabotaje, el fuego, el robo de bancos por motivos “revolucionarios”, antes de ser destruido por la policía en 1979. Fue entonces, en la década de 1980, cuando aparecieron los black blocs, originalmente en Berlín, para oponerse a la policía que intentaba desalojarlos de las viviendas ocupadas. Pero fue en Seattle en 1999, con motivo de un congreso de la OMC, luego en Génova en 2001, contra una cumbre del G8, cuando los black blocs se dieron a conocer al público en general organizando, algunos centenares de militantes autónomos, disturbios violentos.
Aunque los black blocs han reaparecido recientemente en Francia, en 2016 y en la primavera de 2018, la corriente autónoma no ha cesado, en los últimos años, de actuar y hacer hablar de ella a través de tantas acciones apolíticas: organización de okupas, creación de “zonas para defender” (o “ZAD”, “zone à défendre” en francés) como la de Notre-Dame-des-Landes, enfrentamientos con la policía durante manifestaciones, como la de la presa de Sivens en octubre de 2014 donde fue asesinado Rémi Fraisse. En los círculos estudiantiles militantes, la corriente autónoma ha recuperado hoy cierto vigor, consecuencia casi mecánica del descrédito de los partidos de izquierda y de la debilidad de las organizaciones revolucionarias en un medio intelectual pequeñoburgués donde las ideas del Frente Nacional no tienen éxito.
La apología del individualismo
Aunque traten de hacerse pasar por camorristas y guerrilleros urbanos, los autónomos defienden también ideas políticas, que se expresan en todo tipo de publicaciones, como el periódico online Lundi Matin, folletos y fanzines. Muchos reivindican las ideas defendidas en el pequeño libro L'Insurrection qui vient [La insurrección que viene], publicado en 2007 bajo la firma de un misterioso Comité invisible (probablemente debido a la pluma de Julien Coupat, uno de los acusados del “grupo Tarnac”, en 2008).
En un estilo a menudo tan ampuloso como abstruso, los autores de estas publicaciones retoman las viejas ideas del movimiento anarquista contra la organización, la propiedad, el Estado y la policía, mezcladas con un toque de situacionismo de Guy Debord, que nadie ha entendido nunca del todo de qué se trataba. La forma en que presentan sus ideas demuestra al menos una cosa: no pretenden ser entendidas por el mayor número posible de personas, especialmente en el mundo del trabajo. Un ejemplo del galimatías pretencioso que caracteriza estas producciones, en un folleto que explica qué es el “cortejo de cabeza”: “Somos un momento, no un movimiento, un impulso común, emancipador, inspirador, inclusivo y horizontal. Somos archipiélagos de hombres y mujeres libres, reunidos para la continuación del mundo. Somos una meta red, un tejido de realidad cada vez más profundo, más intenso y más ajeno al espectáculo político. Somos el momento siguiente.”
La Insurrección que viene, el libro de cabecera de la mayoría de los militantes autónomos, es de la misma calaña. A menudo está bien escrito y a veces agudo por la rabia que expresa contra la sociedad capitalista, sin embargo este libro plantea la cuestión de la transformación de la sociedad exactamente al contrario de la teoría revolucionaria tal como ha sido desarrollada por el movimiento obrero desde Marx y Engels: en lugar de la acción colectiva de las masas, el individualismo se erige como un principio rector. En lugar de la conciencia, la explosión espontánea. En lugar del partido, “autoorganización”. En un capítulo dedicado a las asambleas generales de huelguistas, el autor del libro escribe: “Un reflejo es, con el menor movimiento, celebrar una asamblea general y votar. Esto es un error. Todos los cuerpos representativos deben ser saboteados.” Los participantes en los movimientos estudiantiles de los últimos años saben bien cómo esta consigna es seguida escrupulosamente por los autónomos.
Naturalmente, “no se puede esperar nada de las organizaciones”. En cuanto a los preceptos relativos a la vida personal, La Insurrección que viene teoriza el individualismo y el parasitismo social: “Reconocemos la necesidad de encontrar dinero, no la necesidad de trabajar. […] Llegar a ser autónomo es aprender a luchar en la calle, a apoderarse de casas vacías, a no trabajar, a amarse locamente y a robar en las tiendas.”
Encontramos aquí la retórica de lo que fue el movimiento anarquista en sus inicios, las ideas de un Kropotkin, las que inspiraron el personaje de Souvarine, en el libro Germinal de Émile Zola, que sabotea la mina y causa la muerte de decenas de mineros, con el pretexto de que la revolución sólo puede venir de la destrucción.
Antes de convertirse, durante algunos años, en comunista revolucionario, el escritor y activista Víctor Serge fue uno de ellos: en sus textos de 1900 a 1910, utilizó la retórica que es hoy la del movimiento autónomo. Lejos de abogar por la revolución, Serge hizo entonces la apología del individualismo, que permite a la “élite” anarquista elevarse por encima de la masa: “Cuando los socialistas vienen a decirnos los méritos del “proletariado consciente”, respondemos: Sólo las minorías de élite compuestas de individuos sanos con cerebros limpios pueden, al vivir mejor, conducir a los hombres hacia más felicidad. […] Pasemos entre la plebe sembrando al azar la semilla de las buenas revueltas. Las minorías que aún tienen fuerzas vendrán a nosotros.”
Afortunadamente, la revolución rusa salvó a Víctor Serge de sus propias ideas. Por el momento, este no es el caso de los autónomos, que asumen lo peor de estas ideas. Los autónomos de hoy no buscan construir organizaciones o movimientos, ni siquiera convencer a nadie de nada: sólo buscan “arrastrar”. Al menos, para aquellos que se hacen preguntas políticas y que no están impulsados únicamente por sentimientos individualistas y la voluntad, simplemente, de complacerse a sí mismos. Por ejemplo, en un sitio web a favor de los autónomos, se encuentra una importante colección de entrevistas de “mujeres y hombres de 16 a 40 años” que participaron en un bloque negro en 20161. Ni uno solo expresa la más mínima intención militante, ni uno solo plantea el problema de las implicaciones políticas de sus acciones, positivas o negativas: esta serie de testimonios es una larga muestra de autosatisfacción y ridículo egocentrismo sobre el tema del placer de romper escaparates o el sentimiento de poder que se siente. “Sacas el martillo que robaste en una tienda de bricolaje. Estás al máximo nivel de alerta. De repente, el sonido de un escaparate que explota –es un sonido fantástico– anuncia que está comenzando. Entonces, todo sigue adelante. Miras a lo lejos. Blanco a la derecha. Rápidamente. Rápidamente. ¡Boom! Estás de vuelta entre la multitud. Momento de apaciguamiento. De vuelta entre la multitud, satisfecho, hasta el próximo ataque.”
Por supuesto, también hay participantes en estos movimientos que ponen un contenido, al menos simbólico, en sus acciones. ¿Cuántas veces hemos escuchado, después del 1 de mayo de 2018, a simpatizantes del black bloc explicar que habían atacado “los símbolos del capitalismo”, concretamente un restaurante McDonald's y mobiliario urbano Decaux? Además de preguntarse por qué los precarios trabajadores empleados en McDonald's merecen ser quemados vivos en un restaurante porque unos chiflados han decidido tirar un cóctel Molotov en él, todavía se necesita una buena dosis de estupidez para creer que destruir una parada de autobús de Decaux equivale a atacar a las grandes empresas. Aunque sólo sea porque cada parada de autobús destruida será reconstruida inmediatamente por Decaux, a expensas de la comunidad, lo que permitirá a la multinacional ganar un poco más de dinero.
Pero, en cualquier caso, estas motivaciones “políticas” están lejos de estar presentes en la mente de todos los que rompen escaparates. Al menos el que escribe, en los testimonios que citamos anteriormente, es más lúcido: “La destrucción de material, dejando un rastro de nuestro paso por la destrucción de bancos, agencias de trabajo temporal y agencias inmobiliarias, me dice mucho más. Y no es tanto por los efectos que estas destrucciones tendrían sobre el Capital como por el sentimiento de libertad, de apoderarse de mi vida, que me da.”
Aparte de jóvenes ociosos que simplemente quieren desahogarse o gozar de “un sentimiento de libertad”, también hay personas en los black blocs que están convencidas, sinceramente, de comportarse como luchadores contra el orden establecido, incluso revolucionarios, y que están tan indignados contra la sociedad, tan impacientes por ver cambiar las cosas, que se dicen a sí mismos que deben tomar la iniciativa y “empezar la lucha”, esperando arrastrar detrás de ellos, o con ellos, al resto de los explotados.
Tenemos que decirles que se equivocan. En lugar de decir que su violencia es legítima, como ha hecho el NPA desde la noche del 1 de mayo –nunca es tarde cuando se trata de hacer la pelota a un movimiento que va en aumento, por estúpido que sea–, debemos decirles que es inútil desde un punto de vista social y político, y que no arrastrará a nadie, porque, sea lo que sea que piensen los autónomos de todo tipo, los trabajadores no son un rebaño de ovejas que, cuando ven a gente romperlo todo, automáticamente empiezan a hacer lo mismo.
Una forma estéril de violencia
Cuando denunciamos como estéril la violencia de los black blocs, ciertamente no es situándonos en el bando hipócrita de un Macron o de un Collomb que no ven ninguna desventaja en la violencia cuando es ejercida por el ejército francés en África… o contra los trabajadores.
Si estamos hablando de la violencia y de su uso, es desde un punto de vista político. No somos pacifistas: somos revolucionarios, y no concebimos la transformación de la sociedad sin violencia, porque sabemos que la burguesía, cuando lleguen las revoluciones, defenderá sus privilegios y su propiedad hasta el último aliento de sus soldados, y que la clase obrera tendrá que encontrar los medios no sólo para defenderse sino para contraatacar.
Pero, ¿qué quiere decir “violencia”? Ésta no es una categoría filosófica fuera de la realidad. No hay una violencia, hay cientos de formas diferentes de violencia, que no tienen el mismo contenido. La violencia de los opresores y la de los oprimidos no es la misma; la violencia individual y la violencia de las masas en lucha no son las mismas. Un patrón fusilado durante una revolución no tiene para nada el mismo significado que el patrón de Renault abatido por un disparo en la cabeza en 1986 por los militantes de Acción Directa, aislados de cualquier movimiento social. Y el mobiliario urbano roto por una manifestación de trabajadores furiosos que se juegan el pellejo en una huelga contra el cierre de su fábrica no es lo mismo que el mismo mobiliario urbano roto por unas pocas decenas de jóvenes que necesitan sensaciones fuertes.
Y agreguemos que no es el hecho de ser “masa” lo que necesariamente legitima toda violencia. De nuevo, todo es cuestión de conciencia. La violencia masiva, cuando se concreta en mujeres rapadas en Francia en la Liberación, o en el genocidio en Ruanda, no es ciertamente la señal de ninguna conciencia por parte de sus perpetradores. Y los revolucionarios rusos de 1917 hicieron campaña incansablemente para convencer a las masas obreras y campesinas de que no participaran en asesinatos y linchamientos por venganza, crímenes que, como escribió Trotsky en un orden del día del Ejército Rojo, “degradan moralmente a quienes los perpetúan tanto como físicamente a quienes los sufren”.
Toda la lucha de los comunistas revolucionarios es trabajar por la conciencia del máximo número de trabajadores: conciencia de su explotación, de la necesidad de organizarse, del carácter indispensable de la revolución para derrocar el orden establecido. Sin duda, es sobre esta base donde existe una mayor distancia entre nosotros y los autónomos. No les importa la conciencia: lo que quieren, al menos para los más sinceros, es simplemente encender la pradera, dar el ejemplo de la revuelta con la esperanza de que dé la idea a los demás de imitarlos para conseguir el “gran incendio”. Pero aunque lo hicieran, un gran incendio no tiene nada que ver con una revolución.
Basta militar un poco en el mundo real para saber que está lejos de tal explosión de ira. ¿Pero aún así? Si en la noche del 1 de mayo, decenas de miles de jóvenes hubieran seguido el ejemplo de los black blocs y hubieran quemado los coches, las tiendas, y hubieran luchado toda la noche con la policía, la pregunta habría surgido al día siguiente para saber… qué hacer a continuación. De este modo, en mayo de 1968 se formaron miles de jóvenes que pasaron las noches luchando en el Barrio Latino (París), y en otros lugares contra la policía, en un contexto totalmente diferente, es cierto. Pero a pesar de todo, el mayo de 68 no cambió la sociedad y no fue una revolución. Para que una revuelta se convierta en una revolución, las masas deben alcanzar un grado excepcional de conciencia política, que se materializa en la existencia de un partido revolucionario profundamente arraigado e influyente. Sin estas ideas, sin esta conciencia de las masas, sin este partido, las revueltas no serán más que explosiones de ira sin perspectivas, y la historia demuestra que, en tales revueltas, nunca prevalecen los insurgentes, sino los ejércitos al servicio de los opresores. Querer provocar revueltas sin plantearse la cuestión de armar a los explotados política y físicamente es la certeza de llevarlos a la derrota. Es peor que contraproducente: puede ser criminal.
Siempre el mismo desprecio por los trabajadores
Cuando los autónomos se ponen a defender una política, a menudo defienden ideas y métodos que no sólo son opuestos a los que defendemos, sino que también dicen mucho sobre sus concepciones morales. En una asamblea general del reciente movimiento estudiantil de la Universidad de Tolbiac, por ejemplo, un activista autónomo explicó públicamente y con franqueza que la policía debía ser atacada violentamente porque esto provocaría represión y “atraería a los estudiantes hacia nosotros”. El razonamiento es tan antiguo como el estalinismo y como todas aquellas corrientes que consideran a los trabajadores o a los jóvenes como peones que pueden ser sacrificados a su antojo. Este tipo de razonamiento sólo indica una cosa, y es el desprecio que quienes lo sostienen sienten por aquellos a quienes dicen defender. Y es un buen indicador de la política que estas personas tendrían si algún día llegaran al poder.
El mundo que se está desintegrando, las injusticias y abominaciones cotidianas de la sociedad capitalista, el hecho de que a pesar de todo nada pasa, puede generar impaciencia entre los jóvenes rebeldes o los activistas obreros. Pero la impaciencia no es suficiente para acelerar las explosiones sociales. Y menos aún cuando esta impaciencia lleva a tratar de precipitar las cosas con la esperanza de que la chispa prenda fuego a la pólvora. Especialmente cuando no hay pólvora, es decir, no hay situación revolucionaria. Les guste o no a los anarquistas, no fueron las bombas colocadas bajo las ruedas de los coches de los nobles rusos las que precipitaron la explosión de la revolución rusa. Es la conjunción, por un lado, del lento y paciente trabajo realizado por los militantes revolucionarios bolcheviques para implantar sus ideas en la clase obrera y, por otro, de la maduración de la conciencia de masas causada por la decadencia de la sociedad capitalista.
En estos tiempos difíciles, en los que la resignación y la desmoralización están presentes en todos los rincones de la sociedad, no es de extrañar que haya personas para las que romper una marquesina o una ventana de un autobús, o incluso arrojar adoquines a los agentes de policía, sirva de válvula de escape. Pero uno no es un militante revolucionario para complacerse a sí mismo, o entonces es un inútil. Ser un activista revolucionario es, en primer lugar, reflexionar sobre el funcionamiento de la sociedad, sobre el equilibrio de poder, sobre las razones mismas de la situación regresiva en la que vivimos, para tratar de comprender los movimientos profundos, progresistas o reaccionarios, que atraviesan las sociedades. Y actuar, en este caso, no significa actuar en lugar de los demás, es decir, en lugar de las masas.
No hay un atajo para la revolución. Puede ser frustrante, pero así es. El ejemplo de las guerrillas en América del Sur y Central ha demostrado que los que llevaron a los maquis a librar la “lucha armada” nunca fueron capaces, cuando llegaron al poder, de hacer otra cosa que dirigir el Estado contra la población. Porque ya estaban aislados incluso antes de comenzar la lucha, porque su propio método de acción era una señal de su profunda falta de confianza en la capacidad de las masas para liberarse y dirigirse a sí mismas.
Todo esto está en el famoso lema de Marx “la emancipación de los trabajadores será obra de los trabajadores mismos”. Los trabajadores no necesitan personas que luchen por ellos, ni que decidan por ellos lo que es bueno para ellos, ya sean políticos reformistas que prometan salvarlos a través de las urnas, o pseudo-guerrilleros urbanos que tomen el derecho, cuando y donde quieran, de confiscar una manifestación obrera y convertirla en una estéril pelea callejera. Llama la atención desde este punto de vista que los autónomos, que critican constantemente a las burocracias y a los sistemas de “representación”, actúen sin ser elegidos ni controlados por nadie, erigiéndose como brazos armados de manifestantes que no sólo no les piden nada, sino que ignoran sus ideas e incluso sus rostros. Finalmente, ¿son los que imponen esto a los trabajadores que se manifiestan, sin pedir su opinión ni darles opción, mejores que los políticos burgueses y los burócratas sindicales que imponen sus opciones a los trabajadores desde arriba? Es simplemente otra forma de desprecio por las masas.
La continua decadencia de la sociedad capitalista ciertamente empujará a muchos jóvenes en el futuro hacia este falso radicalismo, que de hecho es sólo una señal de desmoralización y una falta de confianza en la capacidad de las masas para cambiar su destino. Y no sería de extrañar que, mañana, un cierto número de estos jóvenes dieran un paso más y expresaran su “rabia” y nihilismo no con golpes de martillo en los escaparates, sino con bombas. El movimiento obrero ha visto muchas veces tales reveses.
Seguimos pensando que lo único útil para cambiar el mundo no es infligir pequeñas picaduras de mosquito a la burguesía y al capitalismo, a quienes no les importan en absoluto una tienda saqueada y una parada de autobús rota. Radicalismo no es tirarle un ladrillo a un policía. Significa luchar por el poder de los trabajadores, la expropiación de la burguesía y la abolición del trabajo asalariado. Es militar por lo único que realmente asusta a la burguesía: un levantamiento consciente del mundo del trabajo.
Prepararse para esto, trabajando para construir un partido comunista revolucionario, sigue siendo para nosotros la única batalla que vale la pena librar.
Lutte ouvrière [Lucha obrera], 19 de junio de 2018