Los discursos, las promesas y las amenazas de Donald Trump sobre la industria marítima, los armadores y los astilleros no desentonan con el resto de sus declaraciones.
El presidente de los Estados Unidos promete, a granel y en desorden, recuperar el canal de Panamá, integrar a Canadá en la Unión y apoderarse de Groenlandia para controlar la ruta del norte alrededor del polo, hacer construir sin límite grandes y espléndidos barcos por los astilleros americanos, reclutar tripulaciones americanas, gravar en cada escala en Estados Unidos todos los buques de carga construidos en China, procedentes de China, transportando mercancías chinas o en cualquier relación con empresas chinas. Trump ha propuesto la cifra descomunal de un millón de dólares en impuestos por cada escala.
Las respuestas de las partes interesadas fueron tan variadas como las propuestas. Los propietarios de los astilleros americanos se declararon evidentemente dispuestos, siempre que se les inunden con subvenciones, a construir todos los buques que el Presidente deseara, y hablaron de «momento histórico» (citado por Le Marin el 10 de marzo). El armador francés Saadé, propietario y dirigente de CMA CGM, tercer grupo mundial de transporte de contenedores, fue recibido en la Casa Blanca. Allí, ante las cámaras y bajo la atenta mirada de Trump, anunció 20.000 millones de dólares de inversión en los puertos estadounidenses y prometió estudiar, pero sólo estudiar, la posibilidad de hacer construir buques en Estados Unidos. El principal armador de portacontenedores, MSC, aliado con el fondo estadounidense BlackRock, también quiere comprar las 43 instalaciones portuarias del grupo hongkonés Hutchison, incluidas las del Canal de Panamá, por 20.000 millones de dólares.
Sin embargo, el 24 de marzo, el conjunto de armadores del mundo, incluidos MSC y CMA CGM, protestaron oficialmente contra el proyecto de impuestos para los buques que entren en puertos estadounidenses. Les habían precedido varios grupos estadounidenses de transporte, industria y distribución. Desde el primer día, el gobierno chino se pronunció contra las posibles tasas de entrada en Estados Unidos, medidas que afectan directamente a su economía y sus empresas.
Del primer puesto al 21°
Las declaraciones estrepitosas de Trump son la continuación, en forma muy personal, de una campaña de políticos estadounidenses para rearmar los mares. En diciembre de 2024, el último acto de esta campaña, antes de las intervenciones de Trump, fue el voto de una ley patrocinada conjuntamente por senadores demócratas y republicanos para ayudar a los astilleros. El objetivo es reactivar la construcción naval estadounidense y, con el tiempo, situarla al nivel de los astilleros chinos. Esta ley ofrece una desgravación fiscal del 25% para cualquier inversión de este tipo, obliga el Gobierno a utilizar armamento naval estadounidense y proporciona incentivos financieros para que los industriales y agroindustrias estadounidenses hagan lo mismo. Unos meses más tarde, Trump tradujo esto en «Voy a resucitar la construcción naval estadounidense» (declaración ante el Congreso el 4 de marzo).
De hecho, la construcción de buques mercantes en Estados Unidos ha disminuido, pasando del primer puesto mundial en 1950 al 21º en la actualidad. Mientras que los astilleros chinos producen la mitad del tonelaje mundial, Estados Unidos sólo produce el 0,5%. En 2024, ¡los astilleros chinos han acaparado incluso el 71% de los pedidos de nuevos buques! Si el valor total de la flota mercante estadounidense sigue situándola en el cuarto puesto mundial, es porque incluye, en más de la mitad del total, el precio de la flota de enormes cruceros, auténticas ciudades flotantes de lujo. Es como incluir Disneylandia en el aparato industrial...
Hay que retroceder en el tiempo para comprender por qué la primera potencia económica, financiera y militar ya no está en 2025, y de muy lejos, a la cabeza de la primera flota comercial, y el delicado problema que esto le plantea. Al salir de la Primera Guerra Mundial, los Estados Unidos se habían convertido en el imperialismo dominante, tanto en el sector de la marina mercante como en todos los demás. Tenían incluso demasiados cargueros, porque la guerra había terminado demasiado pronto, los pedidos hechos a los astilleros para el puente marítimo hacia el frente no habían sido entregados todos. Los astilleros entregaron cargueros encargados por el ejército hasta 1923. Habían adquirido en ese momento la capacidad de sacar barcos como rosquillas, pero saturaron el mercado. El gobierno promulgó una ley marítima, el Jones Act, que se inspiraba en las leyes de monopolio de las antiguas potencias coloniales. Francia, Gran Bretaña y los Países Bajos ofrecían la exclusividad del tráfico marítimo entre la metrópoli y sus colonias a sus compañías marítimas, garantizándoles un cómodo margen de beneficio y librándolas de toda competencia.
El Jones Act: proteccionismo marítimo
El Jones Act de 1920 estipulaba que el transporte marítimo de cabotaje entre los distintos puertos de Estados Unidos y sus posesiones de ultramar quedaba reservado a las compañías estadounidenses, con buques construidos en astilleros estadounidenses y tripulaciones compuestas en al menos tres cuartas partes por estadounidenses. La inmensidad del país, sus enormes recursos en materias primas, su tejido industrial, su producción agrícola mecanizada y masiva, la apertura en 1914 del Canal de Panamá, propiedad de Estados Unidos, todo concurría para hacer de este monopolio marítimo un magnífico negocio. De hecho, lo fue, y lo sigue siendo hoy en día, ya que el Jones Act sigue en vigor. El sector marítimo estadounidense representa 500.000 empleos y 100.000 millones de dólares de volumen de negocios (datos del Ministerio francés de la Marina). Cabe señalar que Wesley Jones, el promotor de esta ley, era senador por el estado de Washington y, por tanto, por Seattle. Su ley otorgaba a los armadores de este puerto derechos exclusivos para comerciar con Alaska.
El Jones Act estipula también que la marina mercante bajo pabellón estadounidense puede y debe integrarse muy rápidamente, tanto los buques como las tripulaciones, en la marina de guerra en caso de necesidad, y queda en toda circunstancia a disposición del Estado. Los marineros y oficiales de la marina mercante son así el vivero natural de la marina de guerra. Una vez más, es una disposición calcada de lo que hacían las antiguas potencias, en particular en las leyes marítimas de Colbert.
Los astilleros estadounidenses volvieron a demostrar su capacidad durante la Segunda Guerra Mundial, construyendo buques, los famosos Liberty ships, ("navíos de la libertad") en más cantidad de lo que los submarinos alemanes y la aviación japonesa podían hundir. Al final de la guerra, el dominio del imperialismo estadounidense era abrumador. Hasta la década de 1970, los buques, las empresas y las tripulaciones estadounidenses dominaban los mares del mundo. Pero a partir de 1981 con las leyes desreguladoras de Reagan, en el sector marítimo como en el resto de la economía, se combinaron la posibilidad cada vez más amplia de utilizar pabellones de conveniencia, la explosión del tráfico marítimo debida a la introducción por Pekin del proletariado chino en el mercado mundial y la progresiva irrupción de los astilleros de Japón, Corea del Sur y, finalmente, China.
Mientras, al amparo del Jones Act, los astilleros estadounidenses seguían produciendo lentamente buques caros y en poca cantidad para el mercado nacional, los armadores oceánicos hacían construir en Asia más buques, más grandes, para un tráfico cada vez mayor. A pesar de haber inventado e impuesto el contenedor, los armadores estadounidenses consideraron que el sector era demasiado poco rentable y permitieron la aparición de mastodontes, los tres primeros de los cuales son europeos que además compraron a sus competidores estadounidenses. Es cierto que el sector es menos rentable que otros desde hace años y que CMA CGM, por ejemplo, sólo ha sobrevivido gracias a sus excelentes relaciones con el Estado francés. Pero al haberse hecho con el monopolio del transporte de contenedores en una economía integrada a escala mundial, MSC, Maersk y CMA CGM pudieron extorsionar incluso a los capitalistas estadounidenses cuando se produjo la crisis del Covid. El mundo quedó estupefacto al oír al Presidente Biden pronunciarse contra los monopolios y las posiciones dominantes que permiten desplumar al público.
La preponderancia de los astilleros asiáticos y de las compañías europeas de transporte de contenedores no significa, por supuesto, que el capital estadounidense haya desaparecido de la superficie de los mares, por donde pasa el 90% del comercio mundial. Para empezar, todas las empresas estadounidenses de primer orden, las petroleras Exxon y Chevron, las agroindustriales Bunge, Cargill y Chiquita, las empresas mineras, etc, tienen sus propias flotas para transportar sus productos. Pero sus buques suelen ser fletados, es decir, arrendados, bajo pabellones de conveniencia, tripulados por tripulaciones internacionales y, obviamente, no sometidos al Jones Act. Del mismo modo, el capital estadounidense está presente en muchas empresas no estadounidenses, empezando por las de los famosos armadores griegos, cuyas acciones cotizan en Wall Street y que viven en Estados Unidos, lo más cerca posible de las oficinas de sus empresas de derecho griego, liberiano o panameño. Otro ejemplo: en la galaxia de activos del trust J.P. Morgan, una de las dinastías capitalistas estadounidenses más antiguas y poderosas, hay 140 buques mercantes, entre ellos, en 2024, dos flamantes metaneros registrados en el RIF (Registro Internacional Francés), el pabellón francés de conveniencia favorito de CMA CGM. Estas flotas y tripulaciones están completamente fuera del control del gobierno estadounidense, ya que no están sujetas al Jones Act.
¿Capacidad industrial insuficiente?
En tiempos normales, aparte del inconveniente de verse superados en el tráfico de contenedores -pero la alianza MSC-BlackRock puede estar resolviendo el problema- la situación no es nada preocupante para el capital y el Estado estadounidenses, ni amenaza su dominio del planeta. Pero desde el punto de vista de una confrontación militar con China, la cosa es muy distinta.
Por cierto la flota estadounidense es, con diferencia notable, la más poderosa del mundo, en términos de número, potencia de fuego, tecnología e incluso el hecho de que es la única flota que ha estado librando guerras ininterrumpidamente desde décadas. Los pueblos de Irak, Afganistán, Libia y tantos otros han pagado caro saberlo. Por mencionar sólo los grandes portaaviones, Estados Unidos tiene once, casi permanentemente en el mar y equipados con el armamento más moderno; China tiene tres, incluido uno comprado de segunda mano a Rusia, y otro aún en pruebas. Sin embargo, según los senadores que aprobaron la ley de diciembre de 2024 y muchos analistas estadounidenses, esta ventaja se reduce rápidamente ante el avance de la marina china. No habría bastantes astilleros para formar trabajadores cualificados en número suficiente, ni suficientes buques para contratar marineros estadounidenses que constituyeran una reserva suficiente para la flota de guerra, ni siquiera en tiempos de paz. Los accidentes ocurridos en los últimos años en los buques de la US Navy se deberían a la fatiga crónica de unas tripulaciones permanentemente faltas de personal. Las reparaciones tardarían por falta de personal. Hay pruebas de que algunos buques de la US Navy se reparan y mantienen en astilleros coreanos y japoneses. La posición rentista creada por el Jones Act ha hecho retroceder a la industria naval en su conjunto, y los analistas lamentan que la construcción de un portaaviones, que en 1942 llevaba un año, ahora lleve diez.
En caso de conflicto abierto con China, la Armada estadounidense, ciertamente superior al comienzo del conflicto, sería incapaz de reemplazar los buques destruidos y las tripulaciones sacrificadas, cuando la potencia industrial china produciría cada vez más buques y sus tripulaciones estarían más cualificadas. La muy ponderada revista bimestral del Departamento de Estado Foreign Affairs (Asuntos extranjeros)desarrolla este análisis en un artículo de marzo de 2025 titulado «¿Se enfrenta Estados Unidos a una fosa naval con China?», remontándo hasta la Segunda Guerra Mundial. En 1941, una flota japonesa experimentada y moderna bombardeó la flota estadounidense en Pearl Harbor. Pero la flota estadounidense, respaldada por una potencia industrial superior, prevaleció al final. Mientras la industria japonesa tenía dificultades para reemplazar los buques hundidos, los astilleros estadounidenses botaron 2.710 buques Liberty ships y 28 portaaviones en tres años. Foreign Affairs llegó a la conclusión de que el estado actual de los astilleros y de la marina mercante estadounidenses dejaría al país en una situación de debilidad frente al poderío industrial de China, independientemente de la superioridad inmediata de la US Navy.
Frente a China
La ley de diciembre de 2024, los discursos de Trump y las campañas mediáticas y políticas sobre el rearme marítimo toman entonces todo su sentido, el presidente expresando de manera exagerada y provocadora lo que los demás políticos expresan racionalmente (siempre que se considere que la preparación de la guerra es una actividad racional). Los delirios sobre los impuestos a un millón de dólares la escala parecen ser, como el resto de los discursos de Trump sobre los impuestos aduaneros contra Canadá, México, Europa y el resto del mundo, solo episodios de una negociación en curso. Se desprende de ello una sola política, aunque esté enunciada de manera diferente: los Estados Unidos deben prepararse desde hoy para liquidar por las armas su rivalidad comercial con la China, siendo capaces de alinear lo más rápidamente posible el mayor número de portaaviones, destructores, submarinos, marineros para utilizarlos y obreros para construirlos, reabastecerlos, armarlos y repararlos. Para ello deben poner los fondos necesarios, por cientos de miles de millones de dólares, para recrear la base industrial y humana capaz de hacer frente. Los capitalistas americanos habiendo dejado en medio siglo destruir esta base en su búsqueda de la rentabilidad inmediata, el Estado se hara cargo solo del coste de su reconstrucción. En efecto, hoy sólo se habla de hacer pagar a la población americana, por sus impuestos, por su trabajo, por los ahorros realizados en los servicios públicos, con el aumento de los precios inducido por los impuestos sobre las importaciones y la relocalización de algunas fabricaciones. No se trata en absoluto de utilizar las ganancias ni siquiera de obligar a los capitalistas a nada.
Por supuesto, el primer efecto de esta campaña que moviliza a buena parte de la clase política y mediática estadounidense es la promesa de un flujo de subvenciones hacia los astilleros y todo el sector en su conjunto. Existe también la voluntad de incitar a las grandes compañías marítimas a entrar en el juego americano, como se ha visto con MSC y CMA CGM, e incluso obligarlas a abandonar una parte de sus superganancias en favor del capital estadounidense, aunque esto no resolvería la cuestión de fondo. Pero también hay que constatar que el Estado estadounidense, y no solo Trump y algunos exaltados, prevé, predice y prepara un conflicto con China, perspectiva que considera inevitable para mantener su posición dominante. Para el imperialismo estadounidense, no se trata de una opción entre otras: es, o más bien puede convertirse rápidamente en una cuestión vital.
Esta constatación pone en su justo lugar, insignificante, las proclamaciones pacifistas de todo tipo, el bombo mediático europeo sobre «el ogro ruso», las pretensiones nacionales, las ilusiones reformistas de buena o de mala fe. Muestra que solo la lucha por el derrocamiento revolucionario del capitalismo es realista.
27 de marzo de 2025