Oriente medio: la guerra permanente como condición para mantener la dominación imperialista

Print
Textos del mensual Lutte de classe - Noviembre de 2023
Noviembre de 2023

Si bien el ataque contra Israel lanzado por Hamás el pasado 7 de octubre hizo subir la tensión en Oriente Medio, no era de sorprender. Antes se produjo la radicalización del gobierno israelí, en particular desde que lo integraron nuevos ministros de extrema derecha, a quienes llamó Netanyahu para conseguir una mayoría.

Las operaciones de represión, las provocaciones contra los palestinos ya trajeron varias respuestas armadas por parte de Hamás, quien busca afirmarse como la organización combatiente que los representa y los protege. El gobierno israelí, al cerrar el paso a cualquier posibilidad de una evolución favorable de la situación de los palestinos, sólo podía provocar tarde o temprano una reacción – así como sus antecesores.

La política de Netanyahu no tiene salida para el pueblo israelí, ni tampoco la de Hamás para el pueblo palestino. Sin embargo, el conflicto que opone a ambos pueblos desde hace décadas no se resume en el conflicto entre dos nacionalismos por un territorio. Se integra en el conjunto de conflictos de Oriente Medio. Avivados durante todo el siglo XX por las intervenciones imperialistas, esos conflictos han convertido la región en un punto crítico del planeta, y mantenido una situación explosiva, más allá de la cuestión israelo-palestina.

Si bien el imperio otomano fue durante siglos el marco de una coexistencia relativa entre numerosos pueblos con idiomas y religiones diversas, la Primera Guerra Mundial conllevó su derrumbe, y luego su reparto entre las potencias imperialistas, para quienes el control de Oriente Medio cobraba una importancia estratégica. A esto se le sumó, para despertar aún más su codicia, la presencia del tan importante petróleo.

A partir de 1918, bajo la cobertura de un mandato de la Sociedad de las Naciones, Francia y Gran Bretaña, potencias coloniales, trazaron en Oriente Medio fronteras a su antojo, mientras reprimían ferozmente los sentimientos nacionales de la población. En paralelo, el imperialismo inglés favoreció la inmigración judía en Palestina, como contrapeso a la subida del nacionalismo árabe. El instrumento de esta empresa fue el movimiento sionista, y en su seno, había muchos militantes inspirados en ideales socialistas. Sin embargo, aquel “socialismo” que representaban aspectos colectivos de explotaciones agrícolas como los kibutz, sólo era para los judíos. Al descartar y, a menudo, al expulsar a la población árabe antes presente, en realidad se trataba de una empresa de colonización que les robaba y despreciaba sus aspiraciones.

La creación del Estado de Israel

Después de la Segunda Guerra Mundial y la exterminación de millones de judíos, el movimiento tomó un carácter más masivo, pues muchos supervivientes veían la emigración a Palestina como un medio de escapar de una sociedad europea que los había rechazado, y construir un Estado que fuera el suyo. Ese derecho bien podía serles reconocido, pero la instrumentalización de sus aspiraciones permitió a los dirigentes sionistas utilizarlos como tropas, no sólo ya para luchar contra el colonizador británico en Palestina, sino para edificar un Estado, el Estado de Israel, que desde el principio venía definido como Estado judío. Cuando las milicias sionistas echaron a buena parte de la población árabe del territorio, convirtiéndola en refugiados, los árabes que permanecían dentro de las fronteras de Israel se convirtieron en ciudadanos de segunda. Tenían menos derechos que cualquier ciudadano judío llegado de Europa o de América puesto que, en nombre de la ley del retorno, éstos sí veían reconocido su derecho de instalarse en el país y adquirir la nacionalidad.

Mientras que los deseos de salir de su condición sí estaban presentes entre los pueblos pobres de Oriente Medio, y había revueltas, los dirigentes sionistas preferían darles la espalda. Así pues, no sólo se perdió una oportunidad histórica de fundir las aspiraciones de los supervivientes de los campos de concentración con las de las masas pobres de la región en una sola lucha contra el imperialismo, sino que el nuevo Estado, a su vez, mostró ser un instrumento de opresión al servicio del imperialismo.

Habiendo retrocedido Gran Bretaña su mandato a la ONU, en febrero de 1947, las Naciones Unidas aprobaron la partición de Palestina entre un Estado judío y otro árabe, con el visto bueno de todas las grandes potencias, incluso la URSS de Stalin. Ambas partes rechazaron la división y estalló una primera guerra entre las milicias sionistas y los Estados árabes del entorno, tras ser proclamado el Estado de Israel, el 14 de mayo de 1948; la guerra conllevó la ampliación de Israel y el reconocimiento por parte de las grandes potencias. El Estado árabe palestino no vio la luz, puesto que Cisjordania y Gaza quedaban bajo la ocupación respectivamente de Jordania y Egipto.

La marcha de las potencias coloniales de Oriente Medio desembocó en la creación de Estados como Líbano, Siria, Irak, Jordania, Arabia Saudí y otros. Como instrumentos de las burguesías y feudalidades locales y de sus rivalidades, dieron al imperialismo los medios para seguir dominando la región jugando con sus divisiones. En cuanto a Israel, si bien tenía el mismo fundamento, las condiciones de su creación lo convertían en un aliado más específico del imperialismo. Éste lo comprobó pronto.

En los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, la mayor parte de los Estados árabes vieron la llegada al poder de gobiernos nacionalistas que buscaban oponerse a la presión imperialista. Pero cuando, en 1956, el Egipto de Nasser decidió nacionalizar el canal de Suez, se enfrentó con la intervención militar de Francia y Gran Bretaña, con Israel como aliado. Ambas potencias tuvieron que retroceder bajo la presión de los Estados Unidos y de la URSS, pero se había dado al imperialismo estadounidense la oportunidad de tomar el relevo, tras comprobar que Israel podía serle un aliado útil y fiable.

Un instrumento contra el nacionalismo árabe

La guerra siguiente, en 1967, enfrentó a Israel con Siria y Egipto, cuyos gobiernos nacionalistas se vieron debilitados – por mayor satisfacción del imperialismo y con el respaldo de todos sus dirigentes. Terminó con la ocupación militar de Cisjordania, Gaza y Jerusalén Este, con un nuevo flujo de refugiados empujados hacia los países árabes del entorno. También marcó la decisión de los dirigentes israelíes de echar raíces en el bando imperialista. Pero, al hacer esa guerra y echar otra vez a cientos de miles de palestinos, al colonizar nuevos territorios, se habían creado nuevos enemigos. Al mismo tiempo, inculcaron en la población israelí un profundo sentimiento de ser una población asediada, sin más opción que aliarse con el imperialismo para hacer frente a un entorno hostil.

Fue esta situación la que convirtió a Israel en el apoyo más fiable para las potencias imperialistas de la región. Aunque los Estados árabes o el Irán del Sha también podían ser un apoyo, su alianza era mucho menos fiable, debido a su inestabilidad política y a las presiones contrarias de su población, como se comprobaría en varias ocasiones. A veces haciendo la guerra contra ellos, y en cualquier caso suponiendo una amenaza militar permanente, Israel demostró lo útil que era como instrumento para que el imperialismo asegurara su dominio de la región.

La situación creada por la guerra de 1967 provocó el inicio de una radicalización revolucionaria entre los palestinos que podría haber invertido el curso de los acontecimientos. El descrédito de los dirigentes árabes tras su derrota militar empujó a los palestinos al lado de organizaciones nacionalistas cada vez más radicales. El respaldo cada día más visible por parte de las masas populares de los países árabes pasó a ser un factor de desestabilización que ponía en peligro los poderes políticos, tanto que la primera represión violenta a la que se enfrentaron los palestinos vino de los Estados árabes. Durante el Septiembre Negro de 1970, el rey de Jordania aplastó las milicias formadas en los campos de refugiados, que representaban un peligro para su poder. Luego en 1975 la guerra civil se desencadenó el Líbano con una ofensiva de las milicias de extrema derecha falangista (la ultraderecha cristiana) contra los palestinos de los campos, cuya movilización tenía un eco cada vez mayor entre las propias masas libanesas.

Fue durante aquellas crisis que aparecieron más claramente los límites políticos del nacionalismo palestino, aun del más radical. La simpatía de la que gozaba en el mundo árabe le brindaba una oportunidad histórica de ir más allá de sus objetivos propiamente palestinos y de expresar las aspiraciones de las masas a poner fin a la opresión y sacudirse la tutela del imperialismo transmitida por los regímenes árabes. Sin embargo, el objetivo de los dirigentes palestinos y singularmente del Fatah de Yasser Arafat y la Organización de Liberación de Palestina (OLP) no era la revolución social, ni siquiera una revolución nacional panárabe que hubiera abarcado los distintos Estados y derribado las fronteras artificialmente establecidas por la colonización. Al contrario: se trataba de respetar esa división para lograr el apoyo de esos regímenes y, detrás de ellos, del imperialismo, para que la burguesía árabe palestina vea reconocido su derecho a tener su Estado propio, aunque en un territorio muy reducido. A falta de querer asumir las aspiraciones revolucionarias de las masas árabes, el nacionalismo palestino tenía que hacerse el cómplice de su represión. Pero así perdía buena parte de sus ventajas.

Tras la represión por parte de los regímenes árabes vino la del propio régimen israelí, en particular en la expedición militar de junio de 1982 que llevó su ejército hasta Beirut, para afrontar allí las milicias palestinas de los campos de refugiados y procurar romper la OLP. El Fatah, la OLP y Arafat sólo tuvieron otra oportunidad cuando, a partir de 1987, una nueva ola de revueltas, la Intifada, sacudió a las masas palestinas – y especialmente a la juventud. Las dificultades del régimen israelí para restablecer el orden reprimiendo llevó a los acuerdos de Oslo de 1993-1995, mediante los cuales se dejó a la OLP un embrión de poder bajo la forma de la Autoridad Nacional Palestina. De hecho, su tarea consistía en colaborar con el Estado israelí para mantener a raya a las masas de Cisjordania y Gaza, manteniendo la lejana esperanza de una solución política que pusiera fin a la ocupación.

Lo que siguió demostró que el régimen israelí ni siquiera estaba dispuesto a dejar que la burguesía palestina tuviera un Estado con algunas prerrogativas reales en su pequeño territorio. La hipótesis de un enfriamiento del conflicto a través de una “solución de dos Estados” se esfumó, fundamentalmente porque la política del imperialismo y su favorito Israel no le dejó espacio. En Israel, esa política agresiva a la que se sumó el colonialismo formó el terreno para el desarrollo de tendencias cada vez más reaccionarias, ultranacionalistas, integristas religiosas judías, abiertamente racistas o que abogaban por la expulsión de todos los árabes. Habiendo favorecido esas tendencias o cedido ante ellas los gobiernos de la izquierda laborista, los gobiernos fueron cada vez más a la derecha. El pueblo israelí se encontró en la situación de una población que se podía movilizar permanentemente para hacer la guerra contra sus vecinos. La radicalización derechista de los gobiernos los empujó además a descartar cualquier acuerdo con los dirigentes palestinos.

Los acuerdos de Oslo sólo fueron un efímero intermedio, con la creación de una Autoridad Nacional Palestina que pronto quedó desacreditada, lo cual provocó el desarrolló entre los palestinos de tendencias radicales de nuevo tipo, rompiendo con el nacionalismo más o menos progresista de la OLP, y que abogaban por la lucha armada para la destrucción de Israel, a menudo fundamentalistas islámicos. El Hamás es el ejemplo de una organización islamista, en sus inicios favorecida por los dirigentes israelíes para contrarrestar la influencia de las organizaciones nacionalistas, pero que sólo ganó influencia radicalizando progresivamente su discurso y sus acciones contra Israel.

En Gaza, la imposibilidad para los dirigentes israelíes de controlar la situación los llevó a poner fin a la ocupación del territorio en 2005, pero la sustituyeron por un bloqueo militar y económico permanente, en colaboración con Egipto, destinado a agravar continuamente la situación de la población. El contragolpe previsible de esa política fue, en 2007, la llegada al poder en Gaza de Hamás, que en varias ocasiones quiso asegurar su imagen de organización luchadora disparando cohetes sobre Israel. La respuesta de los dirigentes israelíes fue el mantenimiento del bloqueo y además guerras sucesivas contra Gaza, en particular en 2008-2009 y en 2014, junto con operaciones de represión, sin detenerse en el precio pagado por la población civil. El objetivo de “romper Hamás” no tenía fin, porque dichas operaciones no paraban de suscitar nuevas vocaciones de combatientes.

Un conflicto alimentado por el imperialismo

Toda la historia del conflicto israelo-palestino viene marcada por una radicalización de ambos bandos, en una huida hacia adelante. Sin embargo, la falta de solución no se debe a una supuesta incompatibilidad histórica entre el pueblo judío y los pueblos árabes, ya sean musulmanes o cristianos, puesto que en Oriente Medio había y sigue habiendo espacio para todos esos pueblos. En cada etapa del conflicto, la influencia del imperialismo fue determinante, en particular a la hora de animar el Estado israelí y sus dirigentes a la intransigencia, con sus tendencias más reaccionarias, y de darle todos los recursos de armamento. Con algunas breves excepciones, los dirigentes imperialistas no han presionado por soluciones negociadas, mientras que tenían los medios para hacerlo. Más bien todo lo contrario: encubrieron todas las actuaciones del régimen israelí.

Se pueden encontrar motivos para semejante política: la fuerza del lobby proisraelí en EE.UU. o incluso en países imperialistas como Francia (cuyo papel se sitúa al margen), que hacen más difícil políticamente presionar a los dirigentes israelíes. Sin embargo, las circunstancias ocultan un motivo mucho más fundamental, y es que el imperialismo tiene interés en que siga el conflicto, que le permite disponer de un aliado forzoso como Israel, un aliado fiable y con un ejército potente armado por él mismo, para ayudarlo a controlar la región de Oriente Medio y amenazar a cualquiera que quisiera cuestionar su tutela.

El imperialismo necesita que siga el conflicto, tanto más cuanto que su propia política ha producido y agudizado una serie de crisis a lo largo de los años, más allá de israelíes y palestinos. La revolución iraní de 1979 trajo consigo el régimen de la República Islámica, que buscó deshacerse de la tutela estadounidense y sufrió sanciones y guerras a modo de represalia. Los intentos del Irak de Saddam Hussein y de la Siria de Assad en la misma dirección provocaron intervenciones imperialistas y bombardeos israelíes. Una consecuencia de esas intervenciones ha sido también el desarrollo de milicias como las de Dáesh en Siria y en Irak, o Hezbolá en Líbano, que desestabilizan los países y traen otras intervenciones militares.

La inestabilidad y las crisis no sólo son la consecuencia de la dominación del imperialismo, sino que le facilitan motivos y medios para intervenir para mantenerse. A veces se presenta como el bombero que llega para apagar el fuego, pero se trata de un bombero pirómano, un incendiario. Al igual e incluso más que en otros puntos críticos del planeta, el imperialismo tiene todas las razones para mantener los conflictos en Oriente Medio sin arreglarlos, alimentando el fuego, aunque sólo sea entregando armas. El gran número de conflictos deja abiertas todas las posibilidades de dirigirse hacia una guerra general.

El conflicto en el que están encerrados los pueblos palestino e israelí demuestra a qué callejón sin salida llevan los nacionalismos burgueses en la época del imperialismo en declive. El espacio para el desarrollo de esos nacionalismos se ha reducido en Oriente Medio hasta que no quede nada, prueba de ello los conflictos sin final ni solución que encienden la región. Ahora más que nunca, la única vía para los pueblos es acabar con la dominación imperialista, con los regímenes que la transmiten y con las fronteras que los separan. La única fuerza capaz de cumplir con esa tarea es el proletariado, si logra superar sus divisiones nacionales. El único camino para acabar con las guerras permanentes y el subdesarrollo crónico es la revolución proletaria, que desemboque en una federación socialista de los pueblos de Oriente Medio y del mundo.

13 de octubre de 2023