Así que Trump vuelve a encabezar el Gobierno estadounidense, esta vez flanqueado por Elon Musk. Este siniestro dúo de multimillonarios reaccionarios, sobre los que uno se pregunta quién es el brazo derecho del otro, se hace pasar por amos del mundo y está causando una legítima preocupación en Estados Unidos y en el resto del mundo. Adorador del dinero, racista, misógino y mentiroso, Trump es el rostro abyecto del capitalismo senil y decadente. La burguesía tiene líderes a su imagen y semejanza.
Trump ha asombrado al mundo con sus pretensiones. Tras amenazar con anexionarse Canadá, Groenlandia y el Canal de Panamá, ahora reclama el control de la Franja de Gaza. Fiel a su espíritu codicioso de promotor inmobiliario, pretende convertirla en un paraíso para turistas ricos como la Costa Azul, aunque para ello tenga que expulsar a dos millones de palestinos, lo que suena gratamente a las orejas de los dirigentes israelíes.
A través de Trump se expresa, sin ambages, la verdadera naturaleza del capitalismo. El velo hipócrita del derecho internacional, que los Estados imperialistas dicen defender y que suele justificar sus guerras sucias, está cayendose. A Trump esto no le preocupa y habla el único lenguaje que cuenta en esta jungla: el de la fuerza. Hace falta toda la hipocresía de los comparsas del imperialismo o del Partido Demócrata para indignarse. Porque, aunque su lenguaje suele ser más pulido, persiguen los mismos objetivos. Si Trump puede prever cínicamente la transformación de Gaza en un balneario, es porque su predecesor Biden entregó al Estado israelí las bombas que transformaron este territorio en un campo de escombros.
La dictadura de la burguesía
La reelección de Trump forma parte de una corriente reaccionaria marcada por una campaña muy derechista en la que los republicanos impusieron sus temas, al igual que en la campaña de 2016, que ya se libró a costa de los migrantes. Esta propaganda nauseabunda, alimentada por un flujo diario de comentarios racistas dirigidos a los migrantes, se intensifica. Agrava las divisiones en el seno de la clase obrera reforzando los prejuicios de una parte de ella, lo que contribuye a hacerle perder de vista a sus verdaderos enemigos: los grandes capitalistas.
Detrás de la aparente ruptura constituida por el regreso de Trump al poder, su presidencia atestigua de la continuidad de la dictadura de la gran burguesía, que prospera en un país donde la situación de la clase obrera empeora, cualesquiera que sean las convulsiones que sacudan las instituciones del aparato de Estado norteamericano. En este sentido, el bipartidismo sigue cumpliendo su función esencial: demócrata o republicano, los dos partidos de la burguesía estadounidense se alternan en el poder, creando la ilusión del cambio y ocultando el hecho esencial, la dominación de la clase capitalista.
Sin embargo, el segundo mandato de Trump llega en un momento de profundización de la crisis de la economía capitalista en un mundo en pie de guerra. Es por eso que su presidencia podría llevar la actual escalada de tensiones un paso más allá, y empeorarlas.
Trump gana sin mayoría
Trump ha ganado tras una campaña que no ha despertado ningún entusiasmo entre las clases populares. Además del 36% del electorado que se abstuvo de votar, hay también 22 millones de extranjeros a los que se ha negado el derecho de voto y unos 4,4 millones de estadounidenses privados de sus derechos civiles tras una condena judicial. En total, casi uno de cada dos adultos que viven en Estados Unidos no votó.
Trump ciertamente superó a Harris, ampliando levemente de paso su base electoral. Pero en relación con el número total de votantes registrados, solo representa un tercio. Trump atrajo votos del electorado tradicionalmente conservador, xenófobo e incluso racista, beato intolerante y anticomunista del país. Pero muchos trabajadores también se han rendido a su demagogia. A diferencia de los demócratas, ha dirigido parte de su demagogia hacia la clase trabajadora, prometiendo luchar contra la inflación, relocalizar la producción, proteger los empleos de la competencia extranjera, incluso afirmando defender, con su característico desprecio racista, los «empleos negros», sugiriendo que los empleos poco cualificados se verían amenazados por una supuesta avalancha de inmigrantes. Ha contado con la ayuda indirecta de la burocracia sindical y del ala izquierda del Partido Demócrata, que añaden permanentemente su peso a esta propaganda nacionalista y proteccionista. A principios de febrero, el sindicato automovilístico UAW, dirigido por Shawn Fain, considerado radical y combativo, «respaldó los derechos de aduana agresivos para proteger los empleos industriales estadounidenses» y pidió a Trump «renegociar los tratados de libre comercio». En lugar de subrayar ante los trabajadores la naturaleza burguesa de la política de Trump, este sindicato influyente pretende aconsejarle, preguntando «¿va en serio lo de traer de vuelta los empleos industriales destruidos por los tratados?».
Las declaraciones antisistema de Trump, ostentando su desprecio por las élites políticas, mediáticas y las estrellas del cine, han gustado a una parte de las clases populares, que se hunden en la pobreza. Despertaron un asco legítimo hacía ese mundo de privilegiados hipócritas cuya riqueza les permite vivir al margen de las clases populares. Pero al votar a un burgués multimillonario, él mismo miembro de esta élite y ardiente defensor de la explotación capitalista, los trabajadores se equivocaron. En este sentido, se siente cruelmente la ausencia de un partido que defienda los verdaderos intereses políticos y materiales del proletariado estadounidense.
La derrota de los demócratas es consecuencia de su política antiobrera
Más que una victoria republicana, las elecciones fueron sobre todo una debacle demócrata. En el verano de 2024, el nombramiento de Kamala Harris, una mujer negra, debía insuflar nueva vida a un partido desacreditado por cuatro años de mandato y representado hasta entonces por un Biden senil. A modo de programa, la vicepresidenta Harris alabó el balance económico del presidente saliente, explicando que habían conseguido contener la inflación. Para las decenas de millones de trabajadores estadounidenses endeudados hasta el cuello y víctimas a diario de los precios impuestos por la gran distribución, éste fue obviamente un discurso inaudible. Durante su corta campaña, Harris recaudó más dinero que Trump: era tan candidata de la burguesía como él.
Harris sí intentó aparecer como un baluarte contra el peligro que suponía Trump, apoyándose en el temor fundado de que el derecho al aborto se viera aún más socavado en todo el país. Pero este no era el tema principal de las elecciones.
Tras la derrota, los demócratas se apresuraron a atribuirla al hecho de que la gente no estaba preparada para poner a una mujer negra en el poder. Deploraron el aumento del voto republicano entre los hombres negros e hispanicos. Al culpar al electorado popular, estas explicaciones tenían la cómoda ventaja de no discutir la pérdida de más de seis millones de votantes demócratas entre 2020 y 2024. ¿Qué representaba, sino el rechazo de las políticas antiobreras de Biden?
En cuanto a Bernie Sanders, senador por Vermont y jefe de la corriente llamada «socialista» dentro del Partido Demócrata, grabó un vídeo al día siguiente de los resultados, explicando que los demócratas habían perdido porque se habían despreocupado del mundo del trabajo. Ahora bien , en la víspera, engañaba a quienes confiaban en él deshaciéndose en elogios hacia Harris en anuncios financiados por el aparato demócrata. Los trabajadores no pueden confiar en estas veletas.
Un gobierno de multimillonarios, para multimillonarios y por multimillonarios.
El día de su investidura, Trump mostró su orientación reaccionaria invitando a la jefa del gobierno italiano, Meloni, y al presidente argentino, Milei. Junto a ellos se sentaron los verdaderos amos de la sociedad: los mayores burgueses mundiales ocupaban las primeras filas, empezando por el más rico de ellos, Elon Musk, que lanzó dos saludos nazis, actualizando la vieja admiración de una parte de la alta burguesía por el régimen antiobrero de Hitler. El megalómano jefe de Tesla ha puesto su fortuna al servicio de las ideas de extrema derecha desde que entró en política. Ha apoyado la AfD en Alemania y ha acusado a Sudáfrica de racismo contra los blancos, sin duda expresando su propia nostalgia por el racismo efectivo contra los negros del régimen del apartheid en el que creció. Musk, que aportó 240 millones de dólares a la campaña de Trump, está recogiendo ahora los frutos de su inversión. Acaba de incorporarse a la nueva Administración. En un mundo en el que la competencia es feroz en los sectores en los que prosperan sus empresas (coches eléctricos, espacio, inteligencia artificial), se asegura personalmente de que sus intereses serán defendidos.
Los gigantes de la tecnología digital Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Facebook), Sundar Pichai (Google), Tim Cook (Apple) y otros más completaron el cuadro, al igual que Bernard Arnault y su fortuna de 200.000 millones de dólares, que tienen más importancia para Trump, dechado de patriotismo estadounidense, que su nacionalidad francesa. Como buen burgués que nunca se olvida de sí mismo, Trump aprovechó su toma de posesión para hacer publicidad de su criptomoneda, lanzada unas horas antes. Con él, las cosas están claras: la gran burguesía participa directamente en la gestión del Estado.
Los trabajadores inmigrantes, primeros atacados
Inmediatamente, Trump se presentó como un hombre de acción, firmando una retahíla de decretos ante las cámaras. Pero ninguno de ellos frenará la caída del nivel de vida de la población trabajadora ni aumentará el salario mínimo federal, fijado en 7,25 dólares (7 euros) por hora.
Trump ha amenazado a Canadá, México, la Unión Europea, China y otros países con una guerra comercial. Que esto contribuya a la subida generalizada de los precios, que él mismo concedió diciendo que estos aranceles tendrían consecuencias «un poco dolorosas para la populación», es solo una de las muchas contradicciones de este demagogo que prometió luchar contra la inflación.
Durante la campaña y en innumerables mítines, Trump repitió en todos los tonos que Estados Unidos estaban inundados por hordas de millones de criminales, alienados y violadores, llegando a acusar a los migrantes de «envenenar la sangre» de Estados Unidos con sus «malos genes». A su electorado más xenófobo le prometió detenciones y deportaciones masivas. Como era de esperar, ahora está centrando sus ataques más brutales en este sector, el más explotado del proletariado estadounidense. Ha decretado el fin del derecho de suelo para los niños nacidos en el país de padres extranjeros, contraviniendo la 14ª enmienda de la Constitución estadounidense. Por el momento, la decisión ha sido bloqueada por los jueces.
Trump ha ordenado al Ejército que facilite medios aéreos para organizar las deportaciones de inmigrantes indocumentados, haciéndolas públicas, a Centroamérica, India o a la base estadounidense de Guantánamo, en la isla de Cuba. También amplió los poderes de la policía de inmigración quitando las restricciones que teóricamente les impedían registrar escuelas e iglesias. A principios de febrero, ante los rumores de redadas en las redes sociales, muchos padres indocumentados optaron por no enviar a sus hijos a la escuela.
La economía estadounidense se basa en la sobreexplotación de decenas de millones de trabajadores del mundo entero, en particular de América Latina. Estos trabajadores son indispensables en la construcción, la sanidad, la agricultura, los servicios, el transporte, etcétera. Desde este punto de vista, las deportaciones masivas de trabajadores ya integrados en la economía estadounidense parecen poco realistas, ya que la burguesía necesita esta mano de obra y lo hace saber. Por otro lado, los empresarios aprovecharán el clima de terror creado por Trump y la espada de Damocles que pende sobre las cabezas de estos trabajadores para agravar su explotación y, de rebote, la de todos los trabajadores de Estados Unidos.
Cuando Trump ordena aumentar el número de deportaciones diarias, está siguiendo los pasos de administraciones anteriores, tanto demócratas como republicanas. El demócrata Clinton (1993-2001) deportó a 12 millones de personas, superando en dos millones al republicano Bush (2001-2008). Con cerca de 4,4 millones de personas deportadas, casi tantas como Obama en ocho años, Biden lo ha hecho peor que Trump durante su mandato.
Pero el problema no es solo la magnitud de las deportaciones, por masivas que sean, que ahora dice llevar a cabo Trump. Lo que cambia con él es que acompaña su política con una demagogia racista y xenófoba con el objetivo consciente de dividir al mundo del trabajo. Por el contrario, la situación exige la más amplia unidad de los trabajadores para hacer frente a la guerra de clases que la burguesía les está imponiendo y que seguirá recrudeciéndose.
La amenaza de la extrema derecha
Cuando tomó posesión de sus funciones, uno de los primeros actos de Trump fue indultar a unos 1.500 alborotadores condenados por invadir el Capitolio el 6 de enero de 2021, cuando la franja fascistoide de su base intento un golpe para oponerse a su derrota. Al indultarlos, Trump ha consolidado su autoridad ante esa extrema derecha. Según el ejemplo de Enrique Tarrios, admirador de Pinochet y líder de la milicia neonazi Proud Boys, estos militantes que pasaron unos meses en la cárcel están ahora moral y políticamente disculpados. A lo largo de la campaña, el recuerdo de aquel día suscitó el fantasma de la violencia en caso de victoria de Harris. Los partidarios de Trump que estaban listos para la acción se sentían tanto más legitimados para agitar el espectro de un nuevo estallido de violencia cuanto que su líder había escapado a dos intentos de asesinato en el verano de 2024.
Los demócratas, que durante meses habían presentado a Trump como un dictador que amenazaba la democracia estadounidense, le cedieron prudentemente el poder en enero, mostrando, como de costumbre, un gran respeto por la continuidad de las instituciones del Estado norteamericano. Ciertamente, los trabajadores no podrán contar con ellos para luchar contra Trump si, impulsada por las circunstancias de la marcha hacia la guerra y la crisis económica, la burguesía estadounidense exigiera la militarización de la población.
Los comentarios de Trump desde la Casa Blanca pueden estimular a todos los aprendices de fascistas del país, ya que ha repetido una y otra vez que, además de los migrantes, Estados Unidos está amenazado por la conspiración comunista, el wokismo o los transgéneros.
Por el momento, la burguesía estadounidense no tiene necesidad de impulsar más estas corrientes políticas de extrema derecha. La política de Trump, respaldada por los recursos del aparato estatal, le parece suficiente. Pero si la crisis empeorara repentinamente, podría financiar a estas corrientes y animarlas a pasar a la acción, por ejemplo contra los piquetes de huelga.
Lo que es seguro es que para protegerse de la violencia de la extrema derecha o de los policías más propensos a la brutalidad, los trabajadores y todos aquellos que son blanco del odio racista o sexista solo pueden confiar en su sentido de la organización y la autodefensa.
El aparato de estado sacudido
Como capitalista descarado que no tolera límite a su sed de beneficios, Trump expresa sin filtro las aspiraciones de su clase. Ha anunciado que reducirá los impuestos a las empresas, destrozará las regulaciones en la industria y el más mínimo obstáculo a la libertad de explotar. Acaba de levantar las restricciones a las nuevas perforaciones petrolíferas en Alaska, alegando que el aumento de la producción haría bajar los precios, y por tanto la inflación, y que luego el banco central (Fed) bajaría sus tasas de interés, lo que impulsaría la economía y crearía empleo. Según él, hacer más ricas a las grandes empresas petroleras es bueno para los trabajadores...
Trump también está haciendo publicidad de los recortes presupuestarios masivos que quiere introducir en los gastos del Gobierno federal. Ha creado un Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), o más exactamente una comisión, dirigida por Musk. Musk ha encomendado a un equipo de ingenieros de entre 19 y 25 años la tarea de detectar los gastos considerados superfluos. Lo primero que hicieron fue intentar suprimir sin más la agencia que proporciona ayuda al desarrollo a los países pobres (USAid, cuya función básica es encubrir las fechorías del imperialismo estadounidense en el mundo mediante acciones humanitarias), cancelar la financiación que proporciona y despedir a sus empleados.
Musk y Trump también tienen como blanco a unos 2,2 millones de empleados que trabajan para el Gobierno federal. A finales de enero, estos empleados recibieron un correo electrónico de la Oficina de Recursos Humanos en el que se les invitaba a dimitir inmediatamente a cambio del pago de su salario hasta septiembre. El correo electrónico prometía recortes de personal, especialmente de los que trabajan en los servicios de pensiones, vivienda y sanidad, es decir, los que son útiles al público. 75.000 funcionarios federales ya habrían dimitido, algunos por miedo a este chantaje, otros negándose a trabajar para un gobierno de ese tipo.
Los ataques a los programas sociales y a los servicios federales asociados a ellos afectarán sobre todo a las clases trabajadoras negras, a las que Trump apunta indirectamente cuando denuncia las políticas de «diversidad e inclusión».
Hace ya décadas que las administraciones demócratas y republicanas tratan de atacar a los empleados federales para reducir el déficit presupuestario. Obedecen a los deseos de la burguesía estadounidense, que exige una parte cada vez mayor del dinero público en forma de subvenciones al mismo tiempo que una baja de impuestos.
Musk y su DOGE se han arrogado así el derecho de revisar los gastos del Gobierno federal y anular los que no beneficien directamente a las grandes empresas. Están rastreando posibles o imaginarias malversaciones para recortar tal o cual gasto o despedir a un alto funcionario sospechoso de oponerse a Trump, y dejar paso a los amigos del nuevo Gobierno. ¡Qué ilusión le hace a un multimillonario tener un impacto directo en las finanzas públicas!
Por el momento, el activismo del DOGE es puramente verbal con respecto al poderoso Pentágono. Esta administración militar gestiona uno de los mayores presupuestos federales, y es fuente de numerosos escándalos financieros, dado que generales y almirantes retirados pueblan los consejos de administración de las empresas de las que las Fuerzas Armadas son clientes. ¿Llegará Trump a atacar a la jerarquía militar, que es el principal pilar del Estado que dirige y cuyo papel es crucial para el poder del imperialismo estadounidense?
Por el momento, solo algunos jueces y altos funcionarios obstaculizan un poco esta política dirigida contra el Estado federal. ¿Hasta dónde la llevará Trump? Hasta donde corresponda a la voluntad de la gran burguesía estadounidense que, por el momento, no anima a sus relevos entre los políticos republicanos del Congreso a ponerle freno. O mientras sus políticas no provoquen tal hostilidad que la población, y en particular la clase obrera, se movilice.
Los trastornos que Trump está imponiendo a un aparato estatal que, sin embargo, está enteramente al servicio de la gran burguesía, se deben en parte a su deseo de venganza después de cuatro años durante los cuales la presidencia se le escapó. Pero esta potencial centralización del poder en manos presidenciales también tendría la ventaja para la burguesía de mejorar la eficacia de su Estado. Con un Congreso sin mayoría clara, demócrata o republicana, que a menudo enlentece la velocidad de las decisiones tomadas en la cúpula del Estado, con jueces que a veces frustran su ejecución, con Estados federados y grandes metrópolis que forman poderes locales con políticas propias, la burguesía estadounidense puede verse perjudicada por esta arquitectura estatal heredada del pasado. Cuando el futuro pasa por la confrontación con otras potencias y, por tanto, por doblegar a las poblaciones, a los Estados burgueses les conviene el autoritarismo.
La tradición del imperialismo estadounidense
Trump dice haberse inspirado en el republicano William McKinley, presidente entre 1897 y 1901, durante la época conocida como de los «barones ladrones», un periodo del capitalismo más salvaje en el que los reyes de la banca, los ferrocarriles, el petróleo y el acero, Carnegie, Morgan y Rockefeller, no tenían límite a su libertad para explotar y enriquecerse. Este pasado que Trump califica de «grandioso» es el pasado en el que los niños iban a trabajar en lugar de ir a la escuela, en el que sus padres trabajaban de 12 a 14 horas en las fábricas, en el que las milicias patronales disparaban contra los huelguistas y en el que los campesions que se resistían a los bancos veían arder sus graneros por la noche y aún peor si luchaban codo con codo negros y blancos.
En el plano internacional, el mandato de McKinley se correspondió con la expansión del joven imperialismo americano. Estados Unidos expulsó a España de Cuba y se apoderó de Puerto Rico. Sometió a Filipinas, convirtiéndola en un protectorado a costa de una sangrienta guerra colonial, mientras avanzaba en el Océano Pacífico colonizando Hawai y la isla de Guam. El paralelismo con las reivindicaciones territoriales de Trump son evidentes.
Con McKinley, la mitad del presupuesto federal se financiaba con aranceles aduaneros y no había impuesto federal sobre la renta. A Trump le gustaría basarse en esto y está hablando de sustituir el impuesto sobre la renta, actualmente recaudado por el Servicio de Impuestos Internos, por impuestos sobre el comercio exterior que recaudaría una nueva agencia, el Servicio de Impuestos Exteriores. La idea de hacer que el mundo entero pague los costes de su Estado debe atraer a la burguesía estadounidense, grande y pequeña, que ya disfruta del privilegio de tener su moneda, el dólar, como pilar del orden financiero internacional.
En 1900, el presupuesto federal estadounidense representaba el equivalente del 3 al 4% del PIB, frente a casi el 20% en la actualidad. Aumentar los derechos de aduana no lo reducirá. Una gran parte de este presupuesto se dedica actualmente a mantener un ejército que tiene 750 bases fuera de EE.UU. y un ejército de 1,4 millones de soldados, mientras que hace 125 años su antecesor sólo tenía 40.000 y costaba mucho menos. Trump no resolverá la crisis del déficit presupuestario con aranceles, como tampoco devolverá al imperialismo estadounidense el vigor que tuvo en la era de McKinley. Esto no significa que EEUU no se esté preparando para la guerra con el fin de mantener su hegemonía. Y en este sentido, la escalada verbal de Trump suena a advertencia.
Ha hecho una serie de declaraciones tan belicosas como provocadoras, sin siquiera que se salven los países que ya están dentro de la esfera de influencia de Estados Unidos. Sus demoledoras declaraciones sobre la posible anexión del Canal de Panamá, la compra de Groenlandia o la incorporación de Canadá ponen al desnudo el imperio de la ley del más fuerte. Los aliados son las posibles presas de mañana, del mismo modo que la crisis del Covid y la guerra de Ucrania fueron oportunidades para que el imperialismo estadounidense debilitara a sus competidores europeos, y en primer lugar a la potencia industrial de Alemania. En este sentido, Trump, que ahora amenaza con llegar a un acuerdo directo con Putin para sellar el destino de Ucrania, está expresando en términos inequívocos lo que ha motivado el apoyo militar estadounidense a Kiev desde el principio: avanzar en los intereses del imperialismo estadounidense. Su apoyo está condicionado a que Zelensky entregue los depósitos de tierras raras del país, cuyo valor se estima en 500.000 millones de dólares y que son codiciados por las empresas estadounidenses, a pesar de que estos acuerdos han estado de hecho en negociación entre Ucrania y la administración Biden durante meses.
En Francia y en otros lugares, muchos comentaristas burgueses se indignan porque los Estados Unidos de Trump atacan primero a sus aliados antes que a Rusia y China, considerados enemigos estratégicos de las potencias imperialistas. En realidad, no es ilógico que, con vistas a una confrontación militar mundial, el imperialismo estadounidense busque primero erigirse en dictador de su campo, subyugando a sus aliados y convirtiéndolos en vasallos. Recordemos que en las dos guerras mundiales del siglo XX, el poder estadounidense no sólo derrotó militarmente a sus enemigos, sino que también se impuso económica y diplomáticamente a sus aliados. Tampoco hay ninguna garantía de que, en el período venidero, la burguesía estadounidense no intente asestar sus golpes más duros a los países de Europa. En muchos sectores, Gran Bretaña, Francia y Alemania son competidores comerciales más serios que China.
Hay, por supuesto, un elemento de fanfarronería en las declaraciones de Trump. La amenaza de aranceles blandida ante Canadá y México aún no se ha materializado, ya que estos dos vecinos de Estados Unidos han optado por intensificar sus patrullas antiinmigración en sus fronteras. Se trata de complacer a Trump sin hacerse violencia.
El único resultado real conseguido por la agitación de Trump ha sido en el coto privado de Estados Unidos, Centroamérica. Una gira de su secretario de Estado ha conseguido obligar a los dirigentes de varios países para que acepten acoger a los migrantes deportados. Sobre todo, ya ha conseguido que el presidente panameño se retire del proyecto chino del «collar de perlas» que Pekín está orquestando para hacer avanzar su marina mercante. Más discretamente, en diciembre, Australia también modificó a su favor la orientación de política internacional de las islas poco pobladas de Tuvalu y Nauru, en el Pacífico, seducidas durante un tiempo por las propuestas de China.
Con Panamá, cuya existencia misma es fruto de la intervención estadounidense a principios del siglo XX, Trump ha logrado fácilmente su primer éxito diplomático. En los próximos meses, sabremos si sus gesticulaciones bastarán para que Dinamarca se doblegue a proposito de Groenlandia; o Jordania y Egipto, que hasta ahora se han negado a crear enormes campos para los refugiados de Gaza en su suelo, y Arabia Saudí, que supuestamente financiara esta limpieza étnica; y ¿qué pasará con Canadá, al que se ha pedido que se disuelva en Estados Unidos? El farol de Trump, incluso respaldado por la fuerza del imperialismo estadounidense, no es garantía de éxito. Las próximas convulsiones en la política internacional proporcionarán algunas respuestas a la cuestión de los límites del poder estadounidense. Por el momento, la burguesía estadounidense no está presionando a Trump para que obtenga mediante la guerra lo que no puede arrebatar mediante la intimidación.
También hay un factor que Trump no controla: la posible rebelión de los pueblos ante la brutalidad de sus planes, sobre todo en Oriente Medio.
Luchar para derrocar a la burguesía.
Es demasiado pronto para saber cuáles serán las consecuencias de las gesticulaciones y declaraciones arrolladoras de Trump. La retrospectiva suele ser la clave para distinguir la brutalidad de la fanfarronería. Gaza, Ucrania, Groenlandia, los migrantes, el Estado federal, la guerra comercial: de momento, el demagogo Trump multiplica su palabrería. En boca del presidente de la primera potencia mundial, las palabras no son solo palabras. Las declaraciones del fanfarrón de la Casa Blanca pueden tener efectos desestabilizadores y, con el pretexto de querer «resolver un conflicto» y «hacer la paz» en 24 horas, la administración estadounidense puede desencadenar una cascada de crisis fuera de su control. El imperialismo puede hablar recio y agitar un gran garrote, pero no resuelve nada, como los propios Estados Unidos experimentaron amargamente en Vietnam y, más recientemente, en Afganistán.
En Estados Unidos, ¿cuál será la reacción de los trabajadores que se han dejado engañar por Trump y su demagogia, cuando la guerra de clases que libra contra ellos la burguesía se intensifique y Trump emerja como su enemigo en jefe? Tal vez sean los más decididos a contraatacar, recurriendo a las tradiciones de los años treinta o sesenta. En este país, existe un sentimiento generalizado de hostilidad hacia las grandes empresas entre los trabajadores y las clases populares. Menos de un mes después de la elección de Trump, el odio a la «Corporate America » (América de las grandes empresas) y a los financieros de Wall Street explotó cuando el asesino del CEO de la mayor compañía de seguros de salud del mundo disfrutó de una popularidad instantánea. Sin embargo, la conciencia de clase no ha tenido hasta ahora fuerza suficiente para arrancar al proletariado de su apolitismo, lo que deja el campo abierto a la burguesía.
Pero el hecho de que un enemigo declarado como Trump esté agitando el espantapájaros comunista debería ser un incentivo para que los que estén enfurecidos por su política recurran a las ideas de Marx y Lenin y recojan el guante. Cuando el líder de la principal potencia capitalista del mundo habla abiertamente de aplastar a sus enemigos, debería sonar una advertencia para los trabajadores de todo el mundo y para todos aquellos que, indignados por el curso de los acontecimientos, quieren evitar lo peor. Puesto que el sistema capitalista muestra la cara de Trump y coloca en un pedestal la extrema derecha, no deben darse como objetivo parchear el podrido edificio del capitalismo, sino en derribarlo.
15/02/2025