Al mismo tiempo que el Covid-19, viene la amenaza de cierres de fábricas y despidos, y para ésta no hay ninguna protección que se pueda esperar del Estado. Ningún trabajador está libre de esta amenaza y se ha venido hablando frecuentemente de que la economía mundial en bancarrota va a convertir muchos ERTE en ERE.
Renault, Nissan, Airbnb, Uber, General Electric, Airbus y sus subcontratistas… son ejemplos de lo que está pasando, que, por otro lado, tampoco es nuevo: cuándo los beneficios de la patronal fluctúan, los puestos de trabajo caen. La lista de empresas que están reestructurando y despidiendo empleados va a ser cada vez más larga; aquí en España no están esperando ni a que acabe el estado de alarma. Nissan en Barcelona cierra su planta con 3.200 empleos directos y unos 25.000 indirectos y Alcoa con 534 directos.
Y es que aparte del virus, estamos en guerra. En esta feroz guerra que es el capitalismo, la crisis es siempre una oportunidad para que los capitalistas más poderosos se traguen a los más débiles y estrechen el control sobre los subcontratistas y proveedores. Sobre todo, siempre es un pretexto y un medio de chantaje para imponer sacrificios adicionales a los trabajadores.
Por ello la lucha contra estos despidos es una cuestión vital para el mundo del trabajo y para toda la sociedad. En el contexto de la crisis actual, nadie puede considerar seriamente la posibilidad de encontrar otro medio de vida, otro trabajo en condiciones, al menos. Así que perder el trabajo es una condena a la pobreza y a la vida en precario. Por lo tanto, el trabajo y la salud están en juego, y la sociedad debe hacer de ello una prioridad: ¡ni un trabajador, ni un empleado, ni un trabajador temporal o contratado debe perder su trabajo y el salario que le permite vivir!
Ante el colapso de los pedidos y la actividad reducida a todos los niveles en el ámbito mundial, el trabajo debe ser compartido entre todos. Si se reduce la actividad, se deben reducir las cadencias de trabajo y las horas también, mientras que los salarios deben mantenerse. ¡Sí, hay que imponer menos trabajo a todos! La jornada laboral actual es una trampa mortal. Conseguir la jornada laboral de 8 horas fue un hito precedido de años de lucha. Ahora no podemos esperar tanto y además, con el desarrollo de las fuerzas productivas, tampoco es necesario.
¿Tiene esto un costo? Sí; por supuesto. Pero el COVID 19 no ha hecho desaparecer del día a la noche la riqueza en España, ni en Europa. El continente sigue siendo rico. Solo una muestra de ello: los beneficios empresariales en España pasaron de 450.170 millones en 2007 a 511.842 millones en 2018, la mejor cifra de beneficios de nuestra historia, con lo que ya ganan un 13,7% más que antes de la crisis, tras 5 años consecutivos de aumento de beneficios. Y estos son datos del INE, o sea, “oficiales”. ¡No hay que dejar que nos digan que no hay dinero!
Los beneficios pasados y presentes, la fortuna de los accionistas, debe ser usada para mantener los empleos y los salarios. Durante años y ahora con la pandemia también, los Estados han garantizado los negocios de los accionistas y los capitalistas con decenas de miles de millones. Por ejemplo, de la noche a la mañana el Estado francés pone encima de la mesa cinco mil millones para Renault. Bueno, ¡pues el dinero público debe ahora garantizar los puestos de trabajo y los salarios de los trabajadores, incluso los de las empresas más pequeñas!
Esto que escandaliza a muchos, desde el punto de vista de los trabajadores y su supervivencia, es la única respuesta realista. Si no queremos estar condenados a vivir de las migajas de una sociedad en crisis, tendremos que imponerlo.